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“Me disfracé de sabido”
El periodista comprobó en las calles la picardía criolla de un hombre supuestamente enfermo de sida y tuberculosis.
El mundo está lleno de historias que tienen un denominador común: la ‘viveza criolla’ o, lo que es lo mismo, la cuestionable ‘filosofía de vida’ que saca ventaja usando artimañas. Como reza el dicho popular haciendo que “el vivo viva del bobo”.
Para pocos es un secreto que por todos lados pululan los avivatos. Y, para este reportaje vivencial, las calles de Guayaquil no son la excepción. Esos ‘sabidos’ se confunden con los vendedores ambulantes y con las personas necesitadas que se buscan la vida como mejor pueden.
Camuflados bajo la máscara de enfermos o indigentes obtienen la ‘colaboración’ de las personas que, sin saberlo, premian la astucia que puede rayar en lo delictivo.
Va el ejemplo. En algunos semáforos se ven personas a las que les faltan los pies, las manos, están convalecientes o evidencian todo lo que diga “necesidad”. Como también hay otros que llevan sus carteles: “Soy sordomudo”, “Salí de la cárcel”, “Estoy enfermo de sida y tuberculosis ¡Ayúdame!”
Ni qué decir de lo que ocurre en el interior de los autobuses adonde se suben sujetos que acaban supuestamente de salir de la cárcel y que piden una colaboración forzada a cambio de no cometer ningún delito de los que están acostumbrados.
En fin, una variedad de ruegos que pueden ser ciertos y conmover.
¡‘Avivato’ por un día!
Consciente de todo esto decidí experimentar un día como ‘vivo’. Es decir, algo que me permitiera medir los límites de la tolerancia ciudadana para con este tipo de individuos que tienen en la lengua o en el “verbo” su mejor arma.
Un suero, una jeringuilla, una mascarilla hospitalaria, mertiolate y unas cuantas vendas dramatizan la puesta en escena.
Los productores y camarógrafos de mi programa de televisión y un equipo de diario EXTRA, encabezado por el Coordinador General Héctor Sarasti, ultimaron conmigo los detalles de esta riesgosa inmersión periodística en el suroeste de Guayaquil.
Consciente de esto asumí el papel de ‘cuentero callejero’. Haría funcionar la astucia para aprovechar el corazón caritativo de la gente.
Con las cámaras ubicadas estratégicamente empezó mi experiencia...
Con la cabeza y un pie vendados, una bolsa de suero en una mano y supuestos rastros de sangre por aquí y por allá, me hice el cojo y me instalé en las concurridas calles del suburbio, Portete y la 38.
Al paso empiezo a escuchar las reacciones de la gente.
Una señora, de unos 50 años, le dice a la otra: “Uy ñañita, qué espanto ¿De dónde salió ese hombre? ¡Vámonos antes de que se nos acerque!”.
Más allá, un joven con pinta de consumidor agrega: “Mi brother, date chapeta, vienes enfermo a contaminar la zona, habla serio, ¡barájate, barájate de aquí!”. No hago caso.
Con una mano estirada me acerco a una señora que esperaba el bus.
- “Madrecita linda: Sé que usted también tiene hijos, que no padecen como yo del pulmón perforado...¡regálame una moneda que tengo hambre!” . Atemorizada intenta entregarme 25 centavos.
Reacciono viéndola a los ojos y le cuestiono sin darle tiempo a pensar:
-“Mamita linda: ¿Es que tú comes con 25 centavos? Dame ese dólar que acabo de ver que sacaste”.
Y tal como hacen los ‘profesionales del engaño callejero’ le enseño la jeringuilla. Ella asume que el dispositivo intravenoso tiene la sangre de un sidoso. Espantada se persigna y me entrega el dólar. “Presa fácil”, reflexiono.
Sigo mi errático andar. Observo milimétricamente y, sin que se den cuenta, perfilo a mi otra víctima. De reojo, con el suero arriba y la amenazante jeringuilla, me desmando en busca de ella. No demora en aparecer.
Busco a mi víctima. Escruto los rostros y me doy cuenta de todo. Sé que hasta la forma en que están parados me da información.
-“Papá, papito lindo: tengo un mes que salí enfermo de la peni, pagando 16 años por un asesinato. Necesito tu apoyo, regálame una moneda”, digo causando pena.
El hombre me mira profundamente. Yo igual.
Son segundos tensos donde ni él ni yo parpadeamos. Siento que duda, me mira de pies a cabeza pero, al final, saca una moneda y me la entrega.
A estas alturas en la esquina de donde estoy hay comentarios de todo tipo:
-“Qué pena que el gobierno no haga nada por esta gente, qué dirán de Guayaquil los turistas”, dice una señora. La que parece una mamá le afirma a su hijo adolescente: “¿Te das cuenta mijito, cómo terminan los consumidores? Mira a ese pobre hombre”.
Con la mano extendida me siguen dando monedas. Pongo el ojo a una vendedora de humitas.
“Madrina: regálame una humita que no tengo nada en las tripas”. La comerciante agarra disimuladamente un palo de escoba que tiene a su lado para asustarme. En ese momento le enseño ‘sin querer’ la jeringuilla, y delicadamente me sustraigo la humita ante la impotencia de la dama.
-“Que Dios se lo pague, madrinita”, le digo.
Un sujeto, con pinta de hachero, se acerca y me dice: “Mi pana, tú no estás enfermo, desde hace rato te estoy haciendo la judía. Yo sí estoy enfermo de verdad, tengo tuberculosis y tú andas haciendo lámpara, sacándole plata a la gente, tírame la mía o te hago relajo”.
Lo observo y camino lentamente hacia él, haciéndole visible la jeringuilla. “Esa huev..., habla serio, ¿quieres hincarme? Déjate de notas”. Se aleja insultándome.
Es hora de cobrar mi próxima víctima. Es una vendedora de chuzos y alitas de pollo.
-“Madrecita linda: apóyame que estoy con hambre”. Mientras me observa asombrada, también lee el cartel que dice que tengo “sida y tuberculosis”. Casi nada.
La mujer, entre el temor y la incredulidad, me dice que no me acerque porque no tiene plata, pero le digo:
-“Mamita también puedo aceptar un choclo y un chuzo sin ningún problema”.
Ella agarra una especie de fierro para intimidarme. La estrategia de enseñarle la jeringuilla vuelve y funciona. La deja inmóvil y me le llevo el choclo.
-“Gracias mamita por su colaboración”. Me alejo, pero escucho los sapos y culebras que me lanza.
En menos de una hora, ya sumo varios dólares. Cuando todo estaba saliendo a pedir de boca, un joven se acerca para advertirme: “Oye tú, tú no eres de la zona, sácatela antes que te hagamos hue..... Debes ser otro cuentero, fumígate de aquí”.
Una vez más me preparo para utilizar la estrategia de la jeringuilla, pero no sé en qué momento se me cayó. No me quedaba más que alejarme para evitar problemas.
Cuando partía me encuentro a dos hombres cuarentones parados junto a un pilar. -“Mi llave, tengo hambre, apóyame para una merienda”, digo.
Uno de ellos mira el suero teñido con mertiolate que llevo en la mano en una bolsa para aparentar sangre.
“Toma mi yunta, vacile allí esta monedita. No tengo más”, me dice. Cuando una gran cantidad de personas estaban indignadas, muchas de ellas pidiendo que se llame a la policía, y otras exigiéndome que me saque el suero para comprobar si era real, el equipo de producción decidió dar por terminado el trabajo periodístico.
“Ve esa nota, ha sido José Delgado” dicen unos. “Habla serio. Ha sido ese man otra vez”, otros.
Explicamos el por qué de esta investigación. A la mujer que me le llevé la humita le dio un ataque de risa. A quien me le llevé el choclo, me dijo que dé gracias a que cargaba la jeringuilla porque si no me habría partido la cabeza. Decenas de personas me rodeaban y entre quejas y risas me hablan de la confusión que creé.
“Mano dura para los cuenteros que siempre andan sorprendiendo a la gente” decían.
El dinero que había recaudado tenía que entregárselo a alguien que lo necesitara realmente. Pregunté a los moradores. Todos señalaron a dos venezolanas que se ganan la vida vendiendo jugos. Se lo di.
Y así, entre abrazos y fotos, nos despedimos de un barrio con gente caritativa y trabajadora que no está dispuesta a dejarse sorprender por los cuenteros que de cuando en cuando los visitan. ¡Será hasta la próxima!