Exclusivo
Blogs

Clasismo, un mal incurable
No lo olvidéis. Todos, ricos y pobres, nos convertiremos en polvo cuando nos llegue el final. Y ahí nos veremos, bajo tierra. O no.
Camisa tejana; botas terrosas; jeans negros, aclarados con lengüetazos de cloro a la altura de los muslos y rodillas. Barba de tres días, rasurada por los pómulos y el cuello. Ni elegante ni zafio. Un poco de lo uno, un poco de lo otro. Medio refinado, medio canalla. Cine y cena, la mejor apuesta cuando te enfrentas a una primera cita.
‘Jésica’, una guayaca de morro fruncido, tacos filosos y curvas de avispa, levanta la mano derecha del volante para santiguarse al paso de una iglesia. No soy ateo, pero odio los excesos gestuales de todos esos fieles que parecen convertir la oración en un espectáculo circense, aderezado con desmayos, lágrimas y palmas. Solo les falta el canguil. Prefiero los actos sencillos de amor. Me parecen más sinceros y útiles para el prójimo.
–¿Por qué has hecho eso? –pregunto intrigado.
–Soy muy religiosa –asiente escueta.
Silencio prolongado. Tensión. ‘Rigor mortis’. No resucito hasta que frena en seco. Más de veinte carros esperan turno para acceder al parqueadero del Mall del Sol, atestado de familias y parejas de modesta etiqueta. Detesto las aglomeraciones de los centros comerciales. Soy de esos bichos raros a los que les gusta pasear bajo el parpadeo de las farolas antes de sumergirse en la ficción. Pero en el Puerto Principal, el ocio tiende a concentrarse en esos mamotretos de hormigón como el sabor de un caldo en un cubo de Maggi.
–Tranquila, que tenemos tiempo de sobra –bromeo para reconducir la conversación.
–Buf, no puedo. ¡Este sitio es puro pueblo! –lanza maliciosa.
Mi estupor se transforma en horror. Me dan ganas de abrir la puerta del carro, gritar “socorro” y salir corriendo.
–Bueno, no te ofendas –trata de suavizar cuando constata que nos separa un océano cultural.
Pero me hierve tanto la sangre que no puedo ignorar su comentario.
–Pues en 2009, dejé mi tierra y me fui de voluntario a Honduras con una ONG. Resulta que mi trabajo consistía en impartir talleres de redacción a chicos sin oportunidades, que viví seis meses en un barrio de ‘pueblo’, donde las maras aún reclutan, matan, violan y trafican. Pero da la casualidad de que aprendí más de aquellas gentes que ellas de mí...
Sobra decir que no he vuelto a llamarla. El clasismo, más extendido en Ecuador que la chikungunya, es tan nocivo para la salud como los gases de una refinería. El problema no son los de más arriba, tan inaccesibles acá como en Honolulu, sino quienes se creen reyes por vivir en una casa de 200.000 dólares, por vestir de Zara y humillar y explotar a la asistenta que les lava los platos y desinfecta sus inodoros.
Si hay alguien allá arriba, no creo que nos condene o absuelva documento de Excel en mano, basándose en nuestras estadísticas de asistencia a misa o al confesionario: “Fulanito no fue a la iglesia el 37 por ciento de los domingos y no admitió sus pecados ante el cura en quince años. ¡Al infierno con él!”.
Digo yo que nos juzgará por nuestra capacidad para ponernos en la piel del vecino, para compartir corazón y billete con los desfavorecidos. Pero ojo, que la solidaridad no es dar a los demás lo que nos sobra, sino parte de lo que nosotros también necesitamos para sobrevivir. Esa es la gran diferencia entre quien afloja generoso una de las tres monedas que tiene y la caridad de quienes se las dan de cristianos ejemplares por repartir unas migajas para aliviar sus conciencias.
En mi otro mundo, ese que me espera en Navarra, hay personas que se embolsan 7.000 euros mensuales y quienes apenas obtienen 1.000 empalmando ‘camellos’ a tiempo parcial. Y todos somos amigos. Y nos queremos. Y nos tratamos de igual a igual.
Acá lo llaman clasismo, pero a menudo pienso si realmente no es racismo. Y de la peor calaña. Porque para el clasista, el humilde ordenanza y el jornalero pertenecen a una ‘raza’ que él repudia. Y porque, encima, la víctima es un compatriota, un semejante, ni siquiera un españolito como yo.
Así que, querido aniñado, si tienes que escupir a alguien, sé arrecho y escúpeme a mí, que no me educaron para agachar la cabeza. Y voy a callarme ya, porque conforme escribo estas líneas, mi mala hostia, entendida esta vez como “mal genio”, aumenta al recordar los menosprecios que mis ojos de extranjero han contemplado en año y medio.
No lo olvidéis. Todos, ricos y pobres, nos convertiremos en polvo cuando nos llegue el final. Y ahí nos veremos, bajo tierra. O no. Porque vosotros seréis quienes ardan en el tártaro. Yo, con suerte, obtendré el beneplácito de Dios para pasar el resto de mis días a su lado, con quienes tanto margináis.