Especial
Las primeras líneas se escribieron el 14 de diciembre de 2024. No fue en una cadena nacional ni en el comunicado de alguna autoridad. Fue en la agitada redacción del diario EXTRA, donde una alerta irrumpió la rutina: cuatro niños habían desaparecido seis días antes en el sector Las Malvinas, al sur de Guayaquil. Nadie sabía mucho, y lo que se sabía, dolía.
Eran hermanos y amigos, adolescentes que no volvían a casa desde varias noches atrás. Sus nombres: Ismael Arroyo Bustos, de 15 años, y su hermano Josué Arroyo Bustos, de 14; Nehemías Arboleda, de 15 y Steven Medina Lajones, de apenas 11 años.
La noticia no tenía forma aún, era apenas un retazo de voces desesperadas y calles calientes. Las madres gritaban a los medios lo que las instituciones callaban. En ese escenario, este Diario decidió hablar, y al hacerlo, desató una cadena de acontecimientos que cambiaron el rumbo de un hecho de inseguridad que parecía ser uno más de los cientos que ocurren cada día. Guayaquil está acostumbrada a contar muertos, secuestrados, heridos.

Los videos que encendieron la mecha
Pasaron apenas unos días hasta que la verdad se asomó en imágenes: un video algo borroso de una cámara de seguridad mostraba a los menores siendo subidos a un vehículo militar, la noche de su desaparición. Las Fuerzas Armadas, inicialmente mudas, tuvieron que hablar. Lo hicieron para negar. Aseguraron que los jóvenes habían sido detenidos y liberados, aunque nunca hubo acta. Nunca aparecieron registros. Nunca volvieron a casa.
EXTRA publicó el video que fue retomado por otros medios y redes sociales. La presión aumentó. Llegaron llamadas anónimas, advertencias veladas. Que mejor no sigan. Que no vale la pena. Que están jugando con fuego. Pero seguimos. Publicamos más. Voces del vecindario, testimonios de la familia, pistas que las autoridades no querían ver.
"A mi hijo se lo llevaron los militares. Yo vi cuando lo subieron a ese carro blindado", dijo una madre, mientras sostenía una foto arrugada de su hijo.

Silencio oficial, clamor popular
Mientras la Fiscalía parecía demorar en reaccionar, mientras las Fuerzas Armadas decían que habían hecho lo que tenían que hacer, la ciudad se llenaba de pancartas con los rostros de los niños. Pasaban los días. Las madres marchaban. Pedían que no los dejen solos. Decían que sus hijos no eran criminales. Querían encontrarlos vivos.
"No eran pandilleros, no estaban armados. Eran niños que estaban en la calle, como cualquier otro día", gritó el padre de uno de ellos frente a las cámaras en un intento desesperado de negar las insinuaciones grotescas de que los muchachos eran unos criminales que se merecían la suerte que estaban viviendo. Su único pecado fue quedarse un rato más en la calles después de que se terminó el partido de fútbol que jugaron ese día.
El clamor fue creciendo. Primero fue el barrio. Luego, los colectivos de derechos humanos. Después, la Asamblea Nacional. Finalmente, las cámaras. El país entero conocía ya la historia de los niños de Las Malvinas.
Las primeras respuestas judiciales
El caso se volvió imposible de ignorar. La Fiscalía, empujada por la evidencia publicada en medios y redes, formuló cargos contra 16 militares por desaparición forzada. Se solicitó prisión preventiva. Los defensores argumentaban órdenes superiores. Pero ya no era un asunto de procedimientos: era un crimen que había dejado huellas.
Uno de los padres, con voz rota, reveló que un testigo le había dicho que su hijo fue llevado en una tanqueta, que lo habían golpeado, que gritaba. El testimonio se volvió viral. El caso, insoportable. La presión creció hasta volverse irreversible.
"Nos dijeron que los dejaron libres, pero nunca regresaron. ¿Cómo explican eso?", insistió uno de los familiares, con los ojos inyectados de cansancio.

El hallazgo en Taura
Cuando el país celebraba el Fin de Año, ocurrió un giro definitivo. Fueron hallados cuatro cuerpos en una zona rural de Taura, a menos de dos horas de Guayaquil. Estaban quemados, irreconocibles. La Fiscalía confirmó: eran ellos. Habían sido asesinados y calcinados. La noticia llegó como una herida abierta a las casas de Las Malvinas. Nadie dormía desde hacía semanas. Ahora, nadie podía hablar.
El país, atónito, supo entonces lo que la prensa sospechaba desde el primer día: no estaban desaparecidos. Los habían matado.
El funeral de los inocentes
Guayaquil se detuvo. El velorio de los cuatro menores fue una ceremonia que mezcló rabia, impotencia y amor. En sus ataúdes, los padres pusieron camisetas, fotos, flores. También cartas, cartas que decían: "Perdón por no haberte podido proteger". La escena era devastadora. Y sin embargo, también era digna. Porque nadie lloraba en soledad.
"Me mataron a mi hijo y nadie me explica por qué", murmuró la madre de uno de los chicos, antes de fundirse en el abrazo de sus vecinos. En el cementerio, los entierros se acompañaron de cantos, gritos de justicia, abrazos desesperados.
La historia detrás de los nombres
Con el paso de los días, el país fue conociendo más sobre los cuatro chicos. Sus sueños, sus gustos, sus vidas. Ismael quería ser futbolista. Josué era fanático del rap. Nehemías soñaba con tener una barbería. Steven quería ser ingeniero. Eran niños. Eran pobres. Eran vulnerables. Pero sobre todo, eran parte de una comunidad que ahora los lloraba como si fueran propios.
"Mi hijo era alegre, no se metía con nadie. No entiendo cómo pasó esto", dijo la tía de uno de ellos, mientras mostraba una foto tomada en un cumpleaños reciente.
El cierre que no cierra
A pesar de los detenidos, de las pruebas, de la indignación, el caso aún no termina. Siguen apareciendo evidencias. Fotos, nombres, contradicciones. La justicia tiene el deber de llegar hasta el final. Pero hay algo que ya no se puede borrar: el dolor de los padres, la pérdida de una comunidad, y el testimonio de quienes decidieron contar la historia a pesar del miedo. En un país donde la impunidad es norma, la historia de los cuatro niños de Las Malvinas se convirtió en símbolo. De dolor, sí. Pero también de resistencia.