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Egresados del colegio Mejía, en Quito, son los 'gladiadores' que batallan contra el hambre

Cada martes, alistan su artillería: tarrinas de comida, chocolate caliente, ropa... y salen a calmar la sed de los indigentes, en el centro y sur de la ciudad. 

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Dan comida a los más necesitados.Karina Defas

Martes, 20:30. Un grupo de ‘gladiadores’ se reúne en la esquina de la calle Gualberto Pérez y avenida Napo, sur de Quito. Mientras unos alistan la artillería pesada: tarrinas de comida, tazas de chocolate caliente, ropa, zapatos, cobijas; otros identifican los puntos de ‘ataque’.

Son egresados del colegio Mejía. Y hace dos meses le declararon la guerra al hambre y pobreza de los habitantes de la calle. Han entregado más de mil platos de comida. Han ayudado a más de 10 familias con calzado, ropa usada en buen estado y otros artículos de primera necesidad.

Durante cuatro horas seguidas recorren, cada martes, más de 10 puntos del centro y sur de la ciudad. Se cruzan con unos, con otros, jóvenes, viejos, mujeres, sobrios, y a todos los ‘liberan’, aunque sea una vez a la semana, de la fiereza de la necesidad.

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Ellos financian los alimentos para dar a los indigentes.Karina Defas

Jorge Trujillo es uno de los 65 “roscas” que forman parte de este proyecto social. Dice que después de 10 años de haber abandonado las aulas, apenas hace uno se reencontraron y decidieron “volver a las calles para dar guerra”, pero esta vez sin piedras y palos, sino con obras de beneficencia, financiadas por ellos mismos.

Los esperan

Después de una hora, a un costado del cementerio El Tejar, en el antiguo puesto de flores, se apuestan varios indigentes, repartidos en tres grupos, por afinidad o familiaridad. Intentan engañar al frío de la noche con unos costales viejos que hacen de sábanas.

El sueño los tumbó. Quizá sin nada en el estómago. “Vamos a despertarlos”, dice Trujillo. Del interior de una ‘casa’ de nailon sale Ángel. 37 años. No lleva zapatos ni saco. Mirada desorbitada. Cabello oscuro. Dice que está “muerto de hambre”. Vive con su mamá, tío y una hija con retraso mental, entre cuatro paredes y un techo armado con costales.

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Son egresados del emblemático colegio Mejía.Karina Defas

“Estaba pendiente de que lleguen”, asiente el joven, mientras introduce en su boca una enorme cucharada de arroz con guata. A la par, mastica, agradece por el “manjar”, que como el del martes anterior estuvo “buenazo”, y un par de arroces salen expulsados cuando pregunta a los muchachos por el saco que le ofrecieron regalar.

Uno de los ‘gladiadores’ asiente con su cabeza. Se da la vuelta, y a los dos minutos trae un suéter, que aún está en buen estado, le entrega al joven indigente y este expresa su agradecimiento con una sonrisa y un “que Dios le dé el doble”.

La ruta continúa. Con un choque de puños se despiden de los habitantes de calle y mientras camina hasta su automóvil, Daniel Jiménez, otro de los ‘gladiadores rosca’, menciona que este trabajo lo hacen porque les nace y porque siempre es bueno “valorar lo que se tiene a partir de las necesidades de otros”.

Muchas historias nos han marcado. Lo más fuerte que me dijeron fue que aprecie lo que tengo en casa porque no sé qué pase mañana. Que no me deje llevar por vicios o adicciones porque puedo acabar como ellos”, agrega.

Este no fue el caso de Lucía Arias. Otra indigente. 37 años. Tomó malas decisiones en su juventud, quedó embarazada, dejó a su hijo a cargo de su mamá y llegó desde Santo Domingo hace siete años.

En el día vende mentas y en la noche busca un ‘colchón’ de cemento, frente a la Basílica o en El Ejido para aplacar el cansancio. Casi es medianoche y aún quedan raciones. Aún quedan puntos por visitar. Gente por alimentar. Abrigar. Salvar. Por esta noche. Al menos mientras haya solidaridad, la esperanza en ellos, los de calle, no morirá.