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¡El choque de 'titanes' del submundo en la plaza Santo Domingo!

Dani y Perro Viruta se encontraron en el Centro Histórico de Quito. Se conocieron por casualidad.

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El uno es cantante de rap; el otro deambula por la zona.GUSTAVO GUAMÁN

Desde la plaza Santa Domingo, centro de Quito, Dani, de 34 años, ‘endulza’ el oído al son de su rap a indigentes, trabajadoras sexuales, vendedores ambulantes, uno que otro ‘enternado’ que al susto cruza por la zona, y también a Clemente o Perro Viruta, quien se apuesta en una esquina del lugar todos los días.

Ellos no se conocen. Pero algo los une: son consumidores de droga. Y hoy por primera vez se chocan de frente.

Son las 10:00. El sol quema y mientras Dani suelta una nueva lírica “dedicada para la 24 (de Mayo)”, Clemente ‘para la oreja’, mueve su cabeza al ritmo de la música y cuando finaliza se acercan. Se dan la mano, intercambian abrazos y después de un “te felicito, loco, me identifico con tu song”, le dice Perro Viruta a Dani.

Se respetan. Quizás se admiran. Son de la calle. Y eso basta.

El rapero llegó a Quito desde Sauces 1, Guayaquil, a los 15 años. Acompañó a su papá en la búsqueda de trabajo y un día se dejó arrastrar por la ‘pipol’. Se crio en cada vereda, esquina, plaza, o donde caía la noche.

Cuando el hambre le asaltaba, cuenta que se defendía con un pase de droga y “se atascaba todo lo que encontraba”. Ahí empezó su adicción. Los años avanzaron y un día ya tenía cuatro hijos grandes, estaba solo y “sin pensar”, como él dice, fue a parar a “cana”.

En ese mundo, donde hasta “el más orondo tiembla”, él sintió pánico y por primera vez, según relata, se conectó con Dios y encontró en él lo que creía que la calle y las drogas le daban: abrigo y paz.

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Mientras Dani canta.GUSTAVO GUAMÁN

Algo parecido vivió Clemente. Él consume desde los 12 años, cuando huyó de Quevedo y llegó solo a la capital.

Pasó por un centro de rehabilitación público, y estuvo limpio 30 meses, menciona. Pero cuando la droga lo vence... hasta ‘pelado’ se queda.

Hace 15 días vendió sus zapatos y un reloj que le regalaron para “comprar polvo mágico”. “Desde ahí veo la hora en la iglesia de Santo Domingo”, añade.

Cuando habla sobre lo que lo empuja al consumo su voz se quiebra, empuña las manos y confiesa que carga una cruz que lo agobia a diario.

Hace cinco años le arrebataron a sus tres hijos de 7, 5 años y 4 meses, tras un operativo de la policía en el que cayó preso, junto a su aún esposa, por delincuencia organizada. Ambos pagaron la condena, se separó de su pareja y desde entonces no ha vuelto a verlos.

Ellos viven en un orfanato. Y dice que cada vez que se choca con un niño, llora, porque los recuerda y la conciencia le pesa. Cada noche solo ruega para que estén bien.

Mientras Dani sigue rapeando, una que otra moneda desfila por su mano y ya casi completa la cuota del día, asiente. En eso, Perro Viruta se niega a revelar el origen de su apodo y pregunta por la hora.

A las 15:00 se va a recoger la lavaza o desechos de comida de los restaurantes del Centro Histórico, para vendérselos a su tía que cría chanchos. Con eso va a tener su ‘quina’ (5 dólares), que, según él, le alcanza para lo que necesita.

Ellos son solo un par de historias que abundan en el centro. Ellos le dan vida a la plaza Santo Domingo. Llenan de color aquel lugar, revestido de piedra y casas patrimoniales, que exhala un olor a abandono.