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Diario Extra Ecuador

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¡El mal ejemplo influyó en sus vidas!

Tres personas cuentan la tragedia de estar en el mundo de la adicción.

Según la Organización Mundial de la Salud, los 2.300 millones de bebedores aumentarán en 10 años, en el planeta.

Según la Organización Mundial de la Salud, los 2.300 millones de bebedores aumentarán en 10 años, en el planeta.Karina Defas

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La envidia, confiesa Luis, ha sido parte de su personalidad. “Cualquier cosa que un amigo tenía, eso era lo que también quería tener”, admite, con sus manos inquietas.

Una gorra oculta parte de su rostro, mientras relata su vida de robos y alcoholismo. Tiene apenas 17 años y por tres de ellos ha fumado marihuana, olido cemento de contacto y bebido licor, al punto de no sentir nada cuando hurtaba joyas u otras cosas de las casas de sus amigos o compañeros de colegio.

“Soy arranchador. No robo con cuchillo”, cuenta en un centro llamado Grupo 24 Horas, de alcohólicos anónimos del norte de Quito. Lleva cuatro meses en ese lugar para dejar sus adicciones, especialmente la que tiene con el trago.

Todo comenzó cuando tenía 13 años. Sus progenitores, según narra, también se dedicaban a la bebida. “Mi papá es carpintero y mi mamá, empleada doméstica. Ella tomaba y al verla, era feliz”, comenta.

Al mirar las peleas que la pareja tenía, ‘Luis’ recurrió al alcohol para buscar aquella felicidad que creía existía cuando alzaban una copa. Al parecer, la receta funcionó, porque los vasos que se robaba de las botellas de su papá empezaron a aumentar.

A la par, el anhelo por lo ajeno también crecía. El chico admite que hacía tomar a sus ‘panas’ hasta que se cayeran de borrachos. Así, él tenía chance de llevarlos a sus viviendas para cogerse lo que no debía.

Luego eso no fue suficiente. Empezó a frecuentar los buses y a mirar a la gente distraída. En alguna parada, cuando estaba a punto de bajarse, él tomaba los celulares y se iba corriendo. Los vendía para satisfacer el vicio.

“Una persona de este centro me vio y me dijo que viniera. Me cansé de apestar y que la gente me viera mal”, admite, cerca de sus demás compañeros.

En la casa que los acoge hay cerca de 17 personas. Javier, guía del Grupo 24 Horas, explica que en el lugar dan alternativas para que la gente pueda rehabilitarse. “El único requisito para pertenecer a este grupo es el deseo de dejar la bebida. Es completamente gratuito y se atiende todo el día”, acota.

Para lograr que la gente reciba la atención se cumplen guardias cada seis horas con los integrantes. Se puede ir a la madrugada y los miembros están en plenas sesiones. Además, la gratuidad es posible por la autogestión de quienes guían a los alcohólicos y drogadictos que llegan en busca de ayuda al lugar.

Diversas actividades como la venta de comida son la salvación para que este tipo de sitios se mantenga como hasta ahora.

Luis culmina su charla diciendo que su afán es hacerse mecánico automotriz. Está seguro que con su ‘ñeque’ saldrá del lío que lo alejó del colegio y le impidió culminar sus estudios.

Las marcas de la tragedia

En el mismo lugar se encuentra Sara, oriunda de Santo Domingo de los Tsáchilas. Por el divorcio de sus padres se vino con su mamá para la capital.

“Soy alcohólica desde que ocurrió eso. Empecé a los 13 años, viendo a mi papá porque él bebía”, detalla en el mismo sitio donde se sientan sus demás compañeros de rehabilitación.

En las reuniones entre amigos y primos, la ‘guanchaca’ se repartía como agua. Inició además con otros tragos fuertes. “Uno se va poquito a poquito. Se usa esto como un escape”, detalla.

Al principio creyó que no le haría daño, pero con el paso del tiempo, a sus 27 años, se transformó en un problema. No solo se dejó seducir por el licor, sino también por las drogas duras como la marihuana, la H y otras que prefiere no mencionar.

Tuvo su pareja, con quien procreó a sus dos hijos. Hace poco más de seis años contrajo matrimonio y eso motivó a que dejara, un poco, de consumir estupefacientes y la ‘guanchaca’.

Pero a inicios de este año, ‘Sara’ se separó del papá de sus niños. “Eso hizo que recayera e incluso estuvo al borde de la muerte”, señala. Un viaje a la playa con un amigo casi le cuesta la vida.

Se encontraban en estado etílico y él manejando una moto. La mujer iba como pasajera y perdieron pista, cayéndose estrepitosamente. Hasta ahora, ella conserva en su rostro las marcas de la tragedia que afortunadamente no dejó fracturas.

El caso de ‘Sara’ forma parte de las cifras recogidas por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). Según el ente, en el país consumen alcohol cerca de 900 mil personas. De ese número, el 10,3 por ciento son mujeres y el resto son hombres (89,7 por ciento).

“El 41,8 por ciento de personas lo hace de manera semanal”, refiere el estudio. Además, las edades oscilan entre los 12 y 18 años.

Lugar de ‘puertas abiertas’

Para Javier, esto debe ser tratado como una enfermedad porque en algún momento de la vida de un alcohólico, este afán por beber con desmesura puede activarse. Es así que una de las políticas con las que se manejan en el sitio es la de buena voluntad.

“Significa que a una persona no se la puede mantener a la fuerza con nosotros. Por ello, las puertas de nuestro centro están siempre abiertas”, indica el guía. Quien decide buscar ayuda o dejar de solicitarla está en la plena libertad, ya sea de ingresar al lugar o de irse.

Si decide lo primero puede convertirse en un miembro anexo. Es decir, que podrá vivir en esa casa y ser atendido como si estuviera en una clínica. Pero si tiene un hogar y cuenta con un trabajo u otra actividad, pero quiere seguir asistiendo, se lo considera como un militante.

Quiere decir que puede acudir a las terapias donde se habla de las vivencias con el alcohol y las drogas, las veces que se necesite.

Una de las personas que pertenece a esta última categoría es Juan, de 43 años, en cuya cara está impregnada toda una vida de alcoholismo. Tiene diversas cicatrices y la nariz rota por las caídas de las chumas que se pegaba desde niño.

Se inmiscuyó en el mundo de la bebida a los ocho años, a escondidas de su abuela que lo crió. Cuando tuvo la mayoría de edad, el problema se hizo más grande al morir su ser querido.

“Vendía caramelos y dejé de estudiar por estar con mis amigos”, señala, a quienes veía beber como lo hacía él. A pesar de casarse, los tragos de ‘puntas’ reemplazaron a su familia, en donde tuvo dos hijos. Uno de ellos hace poco se suicidó, lo cual fue un duro golpe en sus doce años que lleva en la sobriedad.

“La señora que fue mi esposa me trajo una madrugada y aquí me dejó”, recuerda. Llegó con el abdomen hinchado y con su pierna izquierda sin poder moverla debido a los efectos del licor.

Él se ha amparado en las terapias comunicativas que se realizan en el lugar, en las que se narran a diario las secuelas de vivir en el infierno del alcoholismo.

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