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¡Los ‘dueños’ de los puentes!
Cuatro de ellos cuentan lo bien que, en ocasiones, la pasan bajo estas estructuras. Unos trabajan en el mercado de Montebello, otros son recicladores. Todos tienen amuletos que los protegen.

Bajo el puente entre la vía a Daule y la avenida Gómez Lince, tres amigos viven y comparten ‘hogar’.
Daniel no necesita llevar un reloj en su muñeca. Sabe que son más de las 12:00 porque a esa hora el calor es implacable bajo uno de los dos puentes de la vía a Daule, en la avenida Manuel Gómez Lince, norte de Guayaquil. Esas estructuras de concreto son su “hogar”, como él lo llama, sitio que comparte con dos panas.
Es un conversador por excelencia. Es esmeraldeño, tiene 31 años y en los últimos 10 ha habitado en cualquier sitio de esta ciudad, sin pagar arriendo. Su situación económica no se lo permite, por eso se siente ‘dueño’ de esa improvisada ‘casa’ adornada con cartones.
No recuerda cuánto tiempo lleva bajo el puente del sentido norte-sur de la vía, pero asegura que son más de tres años.
Al igual que él, otras personas viven la misma situación. Un equipo de EXTRA constató esa realidad en cuatro de ocho puentes recorridos en varias zonas del Puerto Principal.
Xavier Narváez, director del departamento de Justicia y Vigilancia del Municipio local, recuerda que los espacios públicos no son sitios para pernoctar. Por eso realiza, en conjunto con la policía, operativos para desalojar a quienes se adueñan de estos lugares. Aclara que implementar políticas públicas en favor de indigentes no es competencia municipal, sino del Gobierno.
Según Narváez, de los 77 pasos elevados, distribuidores de tráfico y puentes que existen en Guayaquil, 10 serían utilizados como ‘casas’ por indigentes.
Daniel vive desde los 12 en Guayaquil. Detrás de una cortina guindada con clavos del lado izquierdo del viaducto tiene su viejo colchón maloliente, pero con una sábana colocada perfectamente, como cuando un niño tiende su cama tras una retada de su mamá.
Sentado ahí, manifiesta una verdad que tiene muy clara: “el que anda en la calle, anda porque quiere”. Bromea al decir que con su historia se puede hacer una película, pero prefiere no revelar sus apellidos porque “no quiero fama”.
“Me vine de Esmeraldas por unos problemitas y ahora soy más guayaco que esmeraldeño”, comenta, dando veracidad a su frase con un acento ‘sabroso’.
A Daniel le molestan los estereotipos que la gente tiene de personas como él, que convierten los sitios públicos en sus moradas. Que todos son pillos, dicen, y eso lo enoja, pues asegura que por uno que otro malcriado no deben pagar todos.
Pero la policía piensa diferente. El coronel William Ron, jefe del distrito Nueva Prosperina, indica que la ciudadanía se queja de robos cometidos por recicladores y vendedores informales que residen en ese tipo de sitios. Dice que, por ejemplo, en los viaductos de la ‘Entrada de la 8’, en la vía Perimetral, hasta el pasado 22 de mayo se registraron 16 asaltos a personas, dos más que en 2018 en la misma fecha. La percepción de inseguridad es similar para quienes pasan por la ‘casa’ de Daniel.
“Nosotros trabajamos en el mercado de Montebello, no hacemos daño a nadie”, recalca Juan Carlos, uno de los compañeros de ‘hogar’ de Daniel, sentado sobre un colchón que de lo gastado que está se le puede ver la espuma interior saliendo por un costado.
Los panas que juntó el destino en esa construcción ahora tienen una especie de tertulia ampliada.
Juan Carlos es más reservado que Daniel. Quizá porque es seis años menor. Y aunque ninguno de los dos lo haya dicho, pareciera que el esmeraldeño ejerce de hermano mayor, al punto de que Juan Carlos, imitándolo, tampoco revela sus apellidos, pero sí cuenta algo íntimo: “Tengo dos hijos, de 10 y de 9. Desde hace tres años no los veo. Usted sabe, no los puedo mantener”.
Cargando en peso la vida
Daniel nota que a su ‘yunta’ la confesión le ha bajado el ánimo y hábilmente cambia de tema. Le ‘pica’ la lengua a Juan Carlos con las aventuras que tienen cuando ‘camellan’ en Montebello.
“Él es piñero”, dice entre risas Daniel. Juan Carlos le sigue la corriente y añade que él carga frutas, principalmente piñas. Ambos, compadres de la vida, van al mercado a las 23:00 y llevan la mercadería de los camiones a los locales. Suelen terminar la jornada a las 07:00 del día siguiente. Por cada cartón que llevan les pagan 50 centavos y en un día se hacen en promedio hasta 10 dólares.
Cuentan que a esas horas se comen un guineo o una manzana, porque eso les da ñeque para levantar las cajas.
Mientras Juan Carlos platica no mira a los ojos de su interlocutor. Solo observa fijamente unas cadenas de la Virgen María y del Divino Niño que le guindan del cuello. Parece hipnotizado, le brilla el rostro.
Darwin Rodríguez (23) y Michael Guaranda (18) también usan accesorios religiosos. El menor de los dos luce un rosario morado y el otro, una pulsera roja como las que los padres colocan a los recién nacidos contra el ‘mal de ojo’.
Rodríguez y Guaranda viven en los puentes de la Perimetral, ubicados en la ‘Entrada de la 8’. Ambos llevan menos de seis meses residiendo en ese lugar. Aseguran tener familia, pero prefieren no residir con ellos porque quieren “ser libres”.
Darwin y Michael estudiaron en el mismo colegio y saben de mecánica. En esa época no se conocieron, pero el destino los juntó en ese viaducto. Ahora son como ‘uña y mugre’. Inseparables.
Para ‘parar la olla’ se dedican a reciclar. A veces les regalan comida en restaurantes cercanos. En un buen día de trabajo ambos pueden reunir hasta 10 ‘latas’.
Buscando conquistas
En esas largas caminatas de hasta 5 kilómetros para conseguir billete, se dan tiempo para el galanteo. Darwin no desaprovecha ninguna oportunidad de piropear a una ‘pelada’, pero con respeto, asegura. Y claro, la frase va acompañada de un silbido.
Darwin tuvo novia en el colegio, pero la dejó porque su suegro no lo toleraba. A Michael el amor todavía le sonríe. Dice que una muchacha lo va a ver unas dos veces por semana y le lleva comida. “Ella fue mi novia hace chance, estuve un buen tiempo con ella”, cuenta. Ella le pide que deje el puente y se vayan juntos. Él lo está pensando.
A Darwin lo acompaña la camiseta amarilla de Barcelona y cree que le da suerte, pues cuando se la pone el reciclaje es “power”. Su jugador favorito es el Kitu Díaz.
Michael en cambio anda con la camiseta del Barcelona español. Le gusta pelotear. Los jueves en ese puente suelen reunirse entre vendedores ambulantes y recicladores para jugar. Pero Michael no participa. Dice que todos son grandes y ‘rajeros’.
La esperanza de lo aprendido
Michael y Darwin tienen la misma meta: montar su propio taller de autos. Arreglar carros es lo que mejor saben hacer y con ello piensan salir adelante en unos años. Un sueño que los aterriza en la realidad y los hace luchar para dejar de jugársela a diario en la ‘selva de cemento’, como llama a la calle el gran Héctor Lavoe en la canción ‘Juanito Alimaña’.