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Amar es tan oscuro como la muerte de una gata negra

A Sylveon, una gata azabache que orinó mi maleta, luego de tomarla de la calle, mientras la llevaba a casa.

Imagen jeff2
Ilustración: Alisa Pincay

Odié tremendamente pensar que alguien pudiese envenenarla con la idea generalizada de que no habría nadie quién llore el padecimiento de tal bajeza. Es un miércoles 20 de marzo y mi mamá, hablando desde un punto distinto de la ciudad —por celular— me cuenta a detalle y sin preámbulos que Sylveon, una gata que adopté, está muerta.

Con un silencio que ahoga un suspiro y un lamento, cuelga. No es indolente, solo me parió y crió por 20 años como para saber que esas noticias me parecen menos intratables si me las arrojan así, a quemarropa. Ella es cordial con los animales, respetuosa, pero no cariñosa. Heredé eso de ella.

Sylveon era una gata de pelaje negro, brilloso, ojos amarillos con tintes verdosos, incandescentes. Entró a mi hogar, junto a su hermano Umbreon, de características idénticas, pese a la negativa de mi mamá. Fue particularmente gracioso cuando, luego de una semana, ella les compró a cada uno un tazón para comer.

Creí que sería mejor tenerlos juntos. Así fue. Recuerdo comprarles collares decorativos para ambos y volver del trabajo con la sorpresa de encontrarlos lascados, sucios, casi rotos. Como si hubiesen batallado para soltárselos.

Mi necedad hizo comprarles un par más. Hasta que vi cómo masticaba el collar de su hermano, intentando zafarlo.

En ese momento, la herencia de mi madre se desvaneció y el cariño se asentó en sus cabezas y mis ojos. Sentí un afecto distinto que no había sentido por un animal. Sylveon me había dicho, dentro de sus limitaciones lingüísticas, que llegó a mí, sino al mundo, a ser libre. A la vez que se lo recordaba a su hermano, como diciéndole que se avispe.

Como un hombre gay que renunció, años atrás, a limitarse con ataduras sin sentido, los entendí. Entendí por qué cortarse, con sus dientes puntiagudos, lo antinatural que yo había puesto en su hermano: un collar azul con apliques brillantes que compre en un supermercado de rebajas.

Un día ocupó toda mi mano. Increíblemente cabía entera en ella. Ahora que me ocupa todo el pecho, pero todito, ya no estará. Tan necesario era para mí quererla.

Oír que fue envenenada tuvo varios efectos en mí. Escribí al respecto en Twitter. Al tercer ‘me gusta’, me sentí miserable, ansioso, en lo oscuro indómito de un piso de madera en el que vivo solo desde hace dos meses.

Aunque lo odiase, necesitaba un consuelo más directo, pero solo pude escribir un mensaje escueto en el chat de un amigo cercano más una nota de voz que, al volver a oírla, me trajo más agitación que antes. Pero, también, la certeza de que mis habilidades para amar eran claras y extensas. Ese fue mi sosiego.

La nota de voz, que decidí transcribir con todos los vicios y coloquios del habla. Pausas y lamentos. Y desviaciones de la queja original, decía algo así:

“En serio ya no quiero estar aquí. Me siento desesperado de tener que levantarme todos los días con una ansiedad tremenda de ir al trabajo y luego a la universidad. A veces sí pienso: solo es mi pesimismo viendome la cara. Lo intento, en serio lo intento.

Pero luego llama mi mamá y me dice: “La gata está convulsionando, dando vueltas por todos lados, claramente está envenenada”.

Eso es la vida, un montón de tonterías sin sentido, aleatorias, que ya no quiero padecer y que no necesito.

Amar, a veces, es tan oscuro como la muerte de una gata negra.