SUSCRIBIRME POR $1/ 1 MES

Exclusivo
Blogs

Entre cambios de look y arañazos de aceptación

Un corte de cabello puede ser más que perder algunas mechas. Para Rosa Esteves, fue el símbolo del inicio de amarse a sí misma.

Imagen image-from-rawpixel-id-473012-jpeg
Ilustración: Rawpixel

Alguna vez tuve instintos rebeldes y crueles como muchos niños, pero me sentí culpable y decidí ser buena y por supuesto agradarle a todos. Pequeña ilusa.

De chiquita le quité la teta con leche a mi prima, ya un poco más grande, le di ají diciéndole que era pimiento, una vez le pegué un puñete muy duro jugando. En la escuela, me robé un sacapuntas verde y también me colé en el coro de navidad sin que se den cuenta.

Y bueno, no aplaudo mis fechorías infantiles, pero veo mi ímpetu y exploración del mundo, que luego fueron aplacados por la culpa. Cuando crecí —solo por dentro, porque por fuera me estanqué desde los 12 o 14— me di cuenta de que vivía queriendo agradarle al mundo y ser la niña buena.

A mis 17 años quería cortarme el pelo como una actriz (muuuy corto) y mi mamá me dijo que no, que no se me vería bien. A los 20 volvieron esas ganas y esa vez fue mi entonces novio el que amenazó con terminarme. A los 24, soltera y acompañada del soundtrack de Rebelde Way, me corté el pelo por primera vez, sola, frente al espejo. No me atreví a dejarlo tan corto como quería, pero fue el primer paso. Ese año también me tatué por primera vez.

Tres años más tarde, nuevamente junto Rebelde Way de fondo, otra vez, me corté el pelo corto, cortísimo, como lo quería como cuando tenía 17. Sí, 10 años después logré hacerlo.

Entre el tatuaje y mis cortes de cabello, cambios de look, andar sin maquillaje y dejar de usar tacones el 99,7 % del tiempo, me enfrenté a la sociedad y me encantó. La gente critica, algunos de forma sutil y otros muy poco sutil, algunos hasta con aires de importancia. Y de crítica en crítica me defendía, mis primeros pininos. Contestaba mal cuando atinaba respuestas acordes y otras me dejaban muda, pero luego de mi indignación veía para adentro, donde realmente importa.

De muy pocas cosas he estado segura en la vida, entre esas que para estar bien, debía estar bien conmigo misma. Y empecé a entender —no intelectualmente, porque eso es fácil— sino vivencialmente, que si yo me gustaba a mí misma, si era feliz conmigo por dentro y por fuera, el resto no era mi asunto.

Llegué a sentirme bastante afianzada en mi confianza, como nunca me había sentido, feliz de ser quién y cómo era. Y entonces, un día, encontré a un hombre que se enamoró de mí, así, un poco loca y sin maquillaje, sin tacos, con pelo corto, y tratando de ser yo, auténticamente yo.

Mientras pasaban los primeros meses de relación, él me dio una gran lección: Yo, a pesar de haber creído que ya me amaba, solo lo hacía en mis altos, en los momentos felices, cuando todo estaba bien, pero odiaba a mi yo miedoso —que es bien grande— a mi yo indeciso, egoísta. Él me amaba en todo momento, y me cacheteó (metafóricamente) con ese balde de agua fría.

Ahora me caigo, me levanto, me amo, me odio, me perdono y vuelvo a empezar. Porque, como alguna vez me dijeron, el camino de la transformación es como una cebolla: cada vez encuentras una capa nueva, cada capa es diferente, divertida. No llegas a ‘la madrina’, como cuando jugábamos a las cogidas de chiquitos. Llegas, descansas, respiras, disfrutas y sigues...

Mi objetivo es amarme tanto que todo lo que pueda irradiar y contagiar al mundo sea amor. Porque lo que damos es lo que somos.