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Mis Historias Urbanas

Mis Historias Urbanas: El autorretrato

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Abuelito se fue de este mundo con una etiqueta fea. Tacaño, le decían, solo porque era más duro que el caparazón del cangrejo para aflojar billete.

Tenía ya ochenta y siete años y solo cuatro hijos varones, quienes -a su vez- le dieron, entre todos, un total de diez nietos que a Abuelito le borraron el nombre de pila para siempre.

Desde su jubilación para acá corría el rumor en la familia de que a raíz de la muerte de Abuelita el viejo no había gastado un solo centavo de la renta de varios departamentos alquilados. 

Solo vivía, contaban, con una mínima parte de su mensualidad de jubilado. No necesitaba más que algo de sopa, café y agüita. Gastar plata, repetía a diario, es una cosa de pendejos. (Es que abuelito también era gruñón). 

Pero un día Abuelito sufrió un paro y se quedó allí, con los ojos abiertos, en medio de la cama de dos plazas en la que durmió durante un montón de años. 

Pasados unos meses del sepelio, sus herederos decidieron volver a casa, para limpiar y retirar sus pertenencias, pues se decidió que la vivienda iba a alquilarse y que se turnarían, por mes, las ganancias. 

Él los esperaba en la sala, en ese autorretrato de casi metro y medio de ancho que pintó hacia años. Parecía ansioso y severo. Lo saludaron con una reverencia. Tres horas después de limpiar y empacar, ya solo quedaba el cuadro. 

Pesaba, tanto, tanto, tanto, como su mirada, que parecía resistirse a que se descubra que allí, justo detrás, estaba el medio millón que guardó estos años.