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¡Aprendamos la lección!
Gorka Moreno, Portoviejo (Manabí)
Tardó varios días en regresar a la zona cero de Portoviejo. Tras el terremoto del pasado día 16, temía que su corazón quedara tan devastado como algunos de los edificios destruidos enfrente de su estudio. El lunes, Hugo Cedeño, ingeniero civil afincado en Portoviejo, acudió a la oficina para valorar los daños del inmueble, cuya estructura soportó el sismo a pesar de tener ochenta años de antigüedad. Y entonces descubrió que le habían robado sus tres computadoras.
Cuando recibió a EXTRA, Miguel Camino, arquitecto radicado en Manta, rector de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí desde noviembre y ex director provincial en la Secretaría de Gestión de Riesgos, acababa de recibir una aciaga noticia. Doce alumnos figuraban entre los fallecidos por el temblor y 200 trabajadores de la entidad, entre los damnificados. Además, cuatro construcciones del campus, levantadas antes de su llegada, padecen daños “severos”; 14, “moderados”; y 54, “leves”.
En el año 2000, Cedeño y varios expertos publicaron un estudio, en el que concluían que “el 60 por ciento de las edificaciones” mantenses eran “sísmicamente vulnerables”, que muy probablemente no tendrían “un buen comportamiento” ante un movimiento telúrico como el registrado en Bahía de Caráquez dos años antes y que, “después de 2010”, llegaría un gran sismo. “Al final, ocurrió”, comenta apenado.
Ambos coinciden en que el país, donde “el 70 por ciento” de los inmuebles “son informales”, ha soportado una “desorganización constructiva” durante décadas, que forma parte de la “idiosincrasia ecuatoriana” y que es “responsabilidad de todos”: de aquellos ciudadanos que encargan la obra a personas sin la preparación necesaria para ahorrar plata, de aquellos maestros albañiles que se creen capaces de ejecutar los proyectos por sí solos, de aquellos arquitectos e ingenieros que contravienen su ética profesional, de aquellas autoridades municipales que no llevan a cabo las inspecciones necesarias antes y después de otorgar los permisos...
“Se trata de un problema cultural. Para una fiesta de quince años sí tenemos plata, pero no para asegurar las viviendas. Los adultos de cierta edad se olvidarán de esto en un año. Quienes deben cambiar la mentalidad son nuestros hijos. Y ahí tiene que entrar la universidad para ayudar en los controles, educar y decir: ‘Municipio, tranquilo. Si no hay plata, nosotros ponemos voluntarios a mirar las construcciones’”, sugiere Camino. “Hemos cometido muchos errores. Y no aprendemos la lección”, destaca Cedeño.
Un equipo de este periódico recorrió con ellos algunos puntos de la zona cero portovejense, así como del centro de Manta y Tarqui, para conocer su opinión acerca de por qué 1.300 edificios resultaron afectados en la provincia y escuchar sus propuestas de cara a su correcta reconstrucción.
Mirando hacia el futuro
El problema no es la norma
Los dos creen que la Norma Ecuatoriana de la Construcción (NEC), aprobada tras los terremotos de Haití y Chile, es rigurosa y exigente. De hecho, la región costera se encuentra en el máximo escalón, el quinto, dentro de las zonas con riesgos sísmicos.
“Después del ocurrido en Bahía de Caráquez, el Gobierno Nacional también modificó la legislación. En 2000, en un congreso al que asistí, nos la presentaron. ¿Sabe cómo se titulaba el primer capítulo? ‘Peligro sísmico’. Tenemos pliegos específicos que marcan cómo debe construirse cada edificio según sus características. Y todos deberíamos cumplirlos”, señala Cedeño.
Pero a menudo, según ambos, no se siguen las especificaciones obligatorias, quizás porque en Ecuador, desde el ‘boom’ petrolero, “partidos políticos y gobiernos” generaron invasiones “permitidas” en las grandes ciudades, que contribuyeron a que proliferasen construcciones mal planificadas y ejecutadas. Y los campesinos, al regresar a sus localidades de origen, “exportaron el modelo”, rememora Camino.
En algunos cantones y urbes, donde son los municipios los que otorgan las licencias de construcción, se exige que un ingeniero supervise los planos, pero suele ser “un maestro albañil” quien lleva a cabo la obra. “Muchos no presentan ni los cálculos estructurales”, critica el ingeniero.
Por eso, alertan sobre el riesgo de que los damnificados, fruto de la “desesperación”, se lancen a reconstruir sus hogares sin ningún asesoramiento y pongan de nuevo sus vidas en peligro.
Aunque están de acuerdo en la necesidad de que muchos municipios intensifiquen las inspecciones, Camino recuerda las dificultades que entraña reorganizar ciudades “con treinta años de desorden como Manta o Portoviejo, que crecieron exponencialmente”. A su juicio, “para controlar las edificaciones antiguas y las nuevas haría falta un equipo centenario de ingenieros y arquitectos, que ahora no se tiene”.
Elija bien la ubicación
Hay que evitar construir en taludes, laderas, quebradas, zonas inundables y riberas de ríos. En ese sentido, el arquitecto alaba los métodos empleados por los ancestros, que colocaban cubiertas largas para proteger las viviendas del sol y la lluvia y usaban madera de la carpintería naval española.
“Construían en altura, no al lado de cerros o lugares inapropiados como sucede hoy. Cogían la madera, le hacían cortes, le metían cuñas y colocaban contrafuertes. Entonces, las casas bailaban con los temblores. Hay viviendas de madera o de caña y barro que han aguantado 120 años. Cortaban la caña con la luna menguante, cuando la gravedad provoca que baje el nivel del mar y, por consiguiente, el de las aguas subterráneas. Así, la caña absorbe menos líquido y tiene menos savia y azúcares, de modo que los bichos no la devoran igual. Los jóvenes de hoy quieren plata y la cortan indiscriminadamente”, expone.
Los riesgos del suelo manabita
El suelo de Manabí es “malo”, de arcilla “expansiva”. Cuando las tormentas arrecian, “se hincha” y hace reventar todo lo que se le pone por delante: pisos, cisternas... Después, al secarse, sucede lo contrario: se contrae. “Es como un acordeón. Por eso hay tantas fisuras en las paredes y las carreteras parecen camellos”, explica Camino.
Tras los últimos chubascos, el nivel de las aguas subterráneas era muy alto, de modo que el subsuelo estaba “blando”. Y eso pudo propiciar que, con el movimiento telúrico, tantas edificaciones se desplomaran en puntos como las riberas del río Portoviejo. “Es como si se hiciera un vacío”, señala el ingeniero.
Por lo tanto, al llevar a cabo la cimentación es crucial que los obreros caven más allá de la capa arcillosa, amarren ahí la base para dar más estabilidad al inmueble y creen canalizaciones con el objetivo de sacar al exterior el agua filtrada: “Nuestros edificios deben tener nuevos zapatos”, sostiene el rector de la Universidad Laica Eloy Alfaro.
En casos como el de Bahía de Caráquez, donde a menudo se construye prácticamente sobre arena, es necesario seguir el modelo de Venecia para que los inmuebles no se vayan hundiendo con los años. La solución pasa por clavar “muchos pilotes en punta” a gran profundidad. Pero como esos procesos resultan muy costosos, la mejor opción para las personas sin recursos es buscar otra clase de terreno.