Actualidad
Los últimos poncheros
El oficio, con más de un siglo de tradición en Quito, sobrevive gracias a la perseverancia de un puñado de chimboracenses, que caminan hasta doce horas en cada jornada.

Narciso Remache (izda.) y Jorge Sáez (dcha.), dos generaciones unidas por el oficio.
La jornada ha terminado. Son las 20:00 y Narciso Remache enciende la radio. Música nacional acompaña su tarea de toda la vida: preparar los ponches que venderá al día siguiente, un ritual que repite desde hace 28 años. Hasta la medianoche cocina la bebida, que en dos horas termina de enfriarse.
A la mañana, no más tarde de las ocho, inicia su larga caminata, de unas doce horas diarias, desde su hogar, cerca del Hospital del Sur. Ya ha cumplido 52 años, pero al mando de su carretita recorre cerca de 20 kilómetros hasta llegar al centro de Quito, donde sube y baja por la Chile, Espejo, García Moreno, Venezuela, Guayaquil, Cuenca e Imbabura, entre otras.
“A pie venimos y rondamos el centro todito el día. Tenemos los permisos, pero no falta algún metropolitano que quiere cargarse”, lamenta Narciso. Si el día está soleado y le acompaña la suerte, venderá unos cincuenta vasos. “Si hacemos unos 25 dolaritos...”, comenta aliviado. Aunque antes, el negocio era más próspero. “A veces nos compraban 200”, suspira.
Y no es que la calidad haya bajado o no sepan tratar al consumidor. Hacen su trabajo con señalada cortesía. “El cliente bien atendido siempre regresa. Son de aquí, del centro, colombianos y gringos, que se hacen fotos y van tomando su vasito”, subraya orgulloso.
Entonces expone las celestiales motivaciones que le empujan a continuar en la brecha. “Lo hago en memoria de mi padre y bajo la luz del Señor”, afirma apuntando al azul cielo capitalino.
Remache asegura que solo quedan 19 poncheros del centenar que había antaño, que todos son riobambeños y parientes entre sí. “El alcalde dijo que somos patrimonio de la ciudad, pero no tenemos un local donde juntarnos”, asiente.
Jorge Sáez, un joven que mantiene viva la tradición, se suma a la charla. “Contamos con nuestra asociación, Magolita, y para nuestras reuniones alquilamos una salita en una casa de la Mama Cuchara”, añade.
Sáez habla de una tradición centenaria: “Eso me contaron mi abuelito Antonio y mi papá, Manuel, los antiguos que nos enseñaron el arte”. En ese entorno familiar se formó él, a sus 17 años. Hoy tiene 35 y 18 en la profesión, a la que se sumaron su hermano y su cuñado, también riobambeños.
“Nos falta amar lo propio, nuestras tradiciones y culturas. Bien que EXTRA se ocupe de nuestro oficio. Los niños y jovencitos deben ser educados para amar lo ecuatoriano”, declara este padre de cuatro chicos, que son a su vez sus primeros aprendices y catadores.
Estudió cocina, pero diversificó su talento y atiende también eventos infantiles. Toca evolucionar para hacer frente a las apreturas económicas. “Llevo el ponche, el algodón de azúcar, la manzana acaramelada, el higo confitado, el caramelo popular, el hot dog, la hamburguesa... Con el tiempo, he logrado cada maquinita necesaria para atender una fiesta de guaguas”, declara sacando pecho.
MARAVILLOSAS CARRETITAS
Remache invita a un vasito y resalta la hermosura de las carretitas que utilizan los poncheros. “Yo mismo la hago de madera fuerte, que aguante lluvia y sol. Ahí se van unos 100 dólares, que incluyen la pintura blanca de caucho y una llanta de las buenas, para un ágil desplazamiento”, diserta el maestro.
En la estructura se emplaza el cilindro portador de la bebida. Es de acero inoxidable, con una tapa que, en su extremo superior, se sella con tuercas de presión. Por el centro baja un tubito de acero, a pocos centímetros de la base del cilindro.
Y al abrir la llavecita, con la presión del fermento y el gas de la malta, la bebida surge blanca, espumosa y refrescante.
El cilindro portador cuesta hasta 200 dólares y es de color blanco o destellante, como el acero inoxidable. Otro detalle es el uniforme que se han impuesto vestir para salir a la calle. “Zapato negro bien lustrado, pantalón azul, camiseta celeste, mandilito blanco como la nieve y siempre la gorrita. Elegante, vea”, dice un prosudo Sáez.
A la altura del corazón, un escudo azul certifica que son de la asociación Magolita. Remache indica que la organización ya existía cuando él comenzó: “Los antiguos sostenían que fue una mujer, Magolita, la pionera de toditos”. El uniforme no ha cambiado desde entonces. “Es la tradición, que se respeta y cuida todo el tiempo”, remarca solemne.
“¡VENGA, PONCHERITO!”
Pegado a Jorge, su padre, Marcelo aprendió el oficio con solo siete años y empezó a vender en Chillogallo. Hoy tiene 18 y ama ser ponchero. “Tomo un vasito y me acuerdo de mi niñez. Vuelvo a mi primera vez, con papá, cocinando”, relata.
Es un entusiasta heredero del oficio, que combina con sus estudios de bachiller en el colegio 5 de Junio: “Es full especial, en el barrio me felicitan. Me dicen que soy cuarta generación. Es hermoso ponerme mi mandil, mi gorrita, caminar oyendo pasillos y pensando en que soy ponchero”, se conmueve.
Por eso jura que no dejará morir la tradición. “Aprenderé cocina criolla en un instituto y seguiré con los ponches en mi futuro local”, anuncia convencido. Porque nada es comparable a la emoción que siente cuando, en medio de la caminata, reconoce esos gritos que le suenan como música. “¡Poncherito! ¡Venga, poncherito!”.
Ellos “humanizan” la ciudad
Alfonso Ortiz, historiador de Quito y excronista de la ciudad, es fan de los poncheros. “Su austera elegancia y su caminar por la ciudad humanizan el paisaje. Son bellos estéticamente.
Esa pinta de un blanco impecable, ese andar silencioso, pacífico e inofensivo los distingue del resto de ambulantes”, defiende el experto.
Ortiz precisa que beber un ponche o servirse unas empanadas son costumbres muy andinas en ciudades como Quito o Ciudad de México. “Los poncheros resultan entrañables, tan humanos y decentes...
Están más allá del bien y del mal, casi levitan, flotan en las calles. Perderlos sería un error imperdonable. Si ellos desaparecen, la ciudad se empobrecerá”, sentencia.