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Diario de un reportero con COVID-19: "La peste siembra de muerte la calle y el hospital"

Desde una habitación de la casa de salud del IESS Sur, en Quito, el periodista Jonnathan Carrera cuenta los minutos que vive allí.

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Fue ingresado al hospital en grave estado de salud. Actualmente se recupera.Cortesía

El periodista de crónica roja Jonnathan Carrera fue ingresado al Hospital del IESS Sur, en Quito, debido a un cuadro grave por el coronavirus, el pasado 31 de julio de 2020. Desde entonces ha sido testigo de cómo la gente lucha contra el virus y se aferra a la vida. No todos lo logran... En primera persona, Carrera cuenta el paso de los minutos y las horas dentro de la casa de salud, una de las que más casos de COVID-19 ha atendido en la capital, el nuevo epicentro de la pandemia en Ecuador

El miedo...

Subes al piso en silla de ruedas acongojado de temor. Como un infante asustado te dejas acomodar en la cama que sabes acogerá tu incierto destino. 

No duele el catéter ni la vía sanguínea, la vena requerida asoma y te colocan los sueros cargados de corticoides y anticoagulantes. 

El tratamiento hospitalario empieza y atisbas a tus vecinos sin ganas pero con curiosidad, como queriendo saber -sin querer saber- cómo están ni por qué están. A la final igual que tú, están ahí por infectados, por la peste que siembra de muerte la calle y el hospital.

— Ya me voy a mi casa y luego a Guaranda. Treinta y dos días aquí y ya por fin todo negativo, dice don Camilo. 

 Venció la enfermedad y una suerte de envidia y resentimiento me recorre el pecho cargado de desazón. Treinta y dos días me digo y se dicen fácil, pero largo y duro se ve venir

Ojalá sean unos pocos —me digo— y regreso a ver a dos compañeros más. Uno, de 55 años, estable ya y otro, de 80, con situación compleja, pues no se deja colocar mascarilla.

Su salud se deteriora rápidamente y el oxígeno le falta. Le amarran con delicadeza las manos pero con firmeza. Se suelta, batalla, lucha solo, se restriega la cabecita... no le gusta el respirador, bregan médicos y auxiliares por su vida, le suplican, le piden que no se saque, pero es inútil, deben asir a su rostro el oxígeno. 

Lo ayudan a la brava. 

Don Camilo arregla contento su funda con pertenencias, su tesoro acumulado, una pijama, unas pantuflas, una camiseta. Se va feliz y agradecido. 

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Las camillas una vez que los pacientes se van.Cortesía

En el Hospital del IESS Quito Sur la atención es buena y sacrificada, la vida le salvaron y entonces suelta como anécdota entre dientes y a grito pelado como hablan descarnado los del campo:  "Yo vi morir a nueve de esta sala, pero yo sobreviví".  

La afirmación soltada de golpe sembró el miedo en el corazón, de aquí se fueron nueve, y yo acabo de llegar. ¿Quién será el décimo?, ¿habrá décimo? Don Camilo se va alegre, la mañana se despide, fuerza nos dice y se va. 

La tarde parece anunciar mal presagio. La noche cuenta los minutos. La madrugada trae nueva luz cargada de tragedia. El viejito de enfrente, de la habitación 409, colapsa.  Se arranca por última vez la máscara de oxígeno. Y en diez minutos su corazón deja de latir. 

Los esfuerzos son inútiles. Un sopor se toma el ambiente, la cabeza me estalla, hay mareo. Duele. La somnolencia extraña se toma la sala. 

Llegan enfundados los auxiliares en sus trajes que no dejan ver ni sus ojos, toman nota y escriben la hora del fallecimiento. Las diez.  El viejito del que ni nombre pude saber ha muerto. Uno salió vivo otro salió muerto, no fui el décimo. Una suerte de inconsciencia me atrapa. El décimo —me digo— y tiemblo de terror. 

Esto recién empieza, y no acaba. Se limpia el cubículo prolijamente. Ya sube otro paciente, la muerte se llevó uno, hay que subir otro, hay que seguir peleando con la muerte. El décimo —me digo— y cierro los ojos tratando de dormir.