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Diario Extra Ecuador

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Números y amor en las paredes

Un profesor autodidacta halló la fórmula para vencer a la soledad, la vejez y la pobreza: enseñar los secretos de las matemáticas a los muchachos de La Chala, que han pintarrajeado su casa con lindas dedicatorias.

La sala de su casa es un aula improvisada, donde ecuaciones y dedicatorias parecen fusionarse.

La sala de su casa es un aula improvisada, donde ecuaciones y dedicatorias parecen fusionarse.Christian Vásconez / EXTRA

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“¡Vieeejoooo!”. La voz le resulta familiar. Alejandro Casquete Franco, sin voltear la cabeza hacia la ventana, ya sabe quién lo busca. Es una joven de rizos oscuros y falda azul marina que, a través de la reja, le pregunta a qué hora se desocupará de la entrevista con EXTRA.

Sin levantarse de la silla, Alejandro acribilla a la colegiala. “¿Por qué tanto apuro por los deberes? ¿Ya quieres ir a ver a tu novio? ¿No ves que estoy haciéndome famoso?”.

La chica sonríe y accede a volver en un par de horas. Pero en esta orilla gris del estero Salado, él ya tiene toda la fama que desea. Es el zapatero solidario, el tutor de Álgebra, Matemáticas y Física de dos generaciones de La Chala, en el suroeste de Guayaquil.

No le ofende que le digan viejo. Con 68 años y sin hijos, quiere creer que esa es la forma en la que cientos de muchachos lo reconocen como una figura paterna.

Con sus “te keremos”, “Silvanita estuvo aquí” y “feliz cumple, Alejo”, han tapizado de gratitud las cuatro paredes de su casa y hasta la puerta de la refrigeradora. No hay una mesa de comedor, fotografías familiares ni espejos. El escritorio apolillado, las sillas de plástico y una pizarra regalada están colocados como si fuera un aula. Por todos lados se multiplican hojas con raíces cuadradas, ecuaciones, límites de sucesión y fórmulas de matemática aplicada.

Alejandro cree que las hojas marginadas son la cárcel de una mente libre. Por eso destaca el primer garabato que plasmaron en sus muros de concreto: un cálculo que no cabía en el cuaderno de una chica del colegio 28 de Mayo. No le molestó, porque había planeado pintar la vivienda.

Al día siguiente, otro alumno se sumó a la travesura y talló su nombre y su número telefónico, como si el hogar del profe fuese la puerta de un baño cualquiera. Ahora ya casi no quedan espacios donde escribir, pero el maestro no reniega de esas muestras de cariño, sino que las atesora: “Cada firma es un estudiante al que pude ayudar. Esas letras me acompañan a diario”.

LA SOLEDAD

Hace 17 años, su exesposa -o la Difunta, como la llama para no pronunciar su nombre- lo abandonó y emigró a España. Habían residido juntos por treinta años y, mientras duró el matrimonio, Alejandro trabajó como zapatero durante el día y relegó su destreza numérica a la categoría de pasatiempo.

Hoy se acuerda de cuánto odiaba ella que rescatara libros de la basura y se desvelara explicando fórmulas a los hijos de los vecinos y a sus compañeros de trabajo sin cobrarles.

“Si alguien quiere volar, no hay por qué impedirlo. Volvió en 2005, solo de visita, y me criticó por las paredes. No las pinté entonces y no lo haré ahora. Este es mi mundo”, señala convencido.

Cuando la Difunta se fue, Alejandro renunció a su inestable carrera de zapatero y se dedicó en cuerpo y alma a la enseñanza. Al haberse quedado solo, no necesitaba demasiado dinero y mucho menos dos trabajos. “No quería que los alumnos vinieran y no me encontraran. Ahora, los números me dan de comer y por eso siempre estoy aquí”, resalta con ese tono chabacano que imprime a todo lo que dice y que contrasta con sus lentes de doctor.

No toma vacaciones porque, cuando se acaba el año lectivo, llegan a borbotones los ‘condenados’ del supletorio. Y nunca le faltan clientes. De hecho, los profesores de la escuela Jaime Nebot y del colegio Camilo Destruge le envían a estudiantes con desempeño deficiente en Matemáticas. A su puerta llaman también desde colegios de Durán o del Cayetano Tarruel, donde se graduó de bachiller. Y este año, muchos de sus exalumnos le han llevado a sus hijos.

Su casa siempre está llena los domingos, cuando recibe a un máximo de diez escolares, y el resto de la semana llegan unos seis. Su tarifa es de 5 dólares por persona. No cobra por horas, como cualquier profesor, y por eso hay quien lo acusa de regalar su trabajo.

Pero Alejo suma y resta con el corazón: “Más de un chico no ha podido pagarme, a veces vienen sin almorzar... Yo les regalo mi tiempo y, aunque sea, un arroz con huevo frito. ¿Cómo podría cobrarles más?”.

Ha vivido en La Chala desde que era adolescente, cuando al pie de esta misma calle había un arroyo claro, cangrejos y mucho mangle. La naturaleza le recordaba a su infancia en Salitre, cuando su mamá lo obligaba a arrodillarse sobre granos de maíz y a recitar las tablas de multiplicar. Hoy puede predecir el resultado de una suma con la habilidad de un mago.

Ha notado que, con el paso de los años, los estudiantes retienen “cada vez menos”, que se está perdiendo la práctica de “coger dictado” y que eso les arroja a un sistema de “mucha memoria” y poco espacio para plantear alternativas, investigar y cuestionar. “Hay más de una manera de resolver una suma, yo me la paso haciendo eso”, sostiene. Pero los jóvenes, según él, ven las fórmulas como una fotografía que retener y no como un lienzo sobre el cual pintar lo que su mente proyecta.

El profesor sabe que La Chala es una zona caliente, que los distribuidores de droga acechan y que cualquier distraído se expone a ser asaltado. Pero se niega a colocar pestillos en su puerta. Quizás porque es prácticamente intocable, porque es el viejo de todos. “No peleo con ellos, no los juzgo. Los aconsejo si se dejan, pero no me interesan sus pecados. Son mis amigos”, aclara. Lo comprobó esta semana, cuando regresó operado de una hernia inguinal y no le faltaron visitas y sopas.

LECCIONES DE VIDA

Los grafitis crean esa atmósfera de libertad y rebeldía tan seductora para los adolescentes. En la esquina opuesta al aula improvisada, una botella vacía de aguardiente nacional asoma sobre el sofá. Le pregunto si es suya, si bebe con frecuencia. “De mí pueden decir lo que quieran, no aclaro nada y sigo en mis números. Así como no hago preguntas personales, tampoco las respondo”, replica.

¿Qué límites hay en la clase de don Alejo? Su método se basa en no poner ninguno: “Cuando un alumno no comprende lo dejo sentado, me voy a la esquina a fumar un tabaco y vuelvo. Casi siempre lo resuelve solo”.

Podría protestar por su suerte, pedir que lo acrediten como matemático o profesor aunque no haya ido a la universidad. Pero para él, el destino es una ecuación que siempre trae la incógnita de la percepción. “No me entrego a la pena. Vienen a buscarme y a agradecerme todos los días. La soledad es bonita. Por la soledad los conocí a ellos”.

Así que sus paredes pringosas, su soledad, su pobreza y su vejez no son ningún lastre para él, aunque sí hay algo que no soporta: que las madres llamen tontos o burros a sus hijos.

Indignado por esos insultos, que tal vez lo transportan a aquel granero de maíz, Alejandro responde desde su escritorio: “No saben de lo que hablan. Un burro me enseñó la lección más importante de mi vida: a hacer las cosas con paciencia, a trabajar sin protestar”.

LAS MATERIAS

Matemáticas, el monstruo

El Instituto Nacional de Evaluación Educativa tiene publicados en su página web los resultados de la prueba Ser Estudiante en el ciclo 2015-2016, realizada a 5.659 estudiantes de cuarto año de Educación Básica, a 6.866 de séptimo y a 5.040 de décimo.

Tras los exámenes, se conoció que solo el 26,99 % de los alumnos de cuarto, el 11,86 % de los de séptimo y el 5,57 % de los de décimo habían alcanzado la categoría de aprendizaje satisfactorio en Matemáticas.

En el consolidado nacional, los números siguen en rojo. El puntaje esperado es 800, pero en Matemáticas el promedio de los evaluados es 729.

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