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Hermanos de sangre y olas
Dos mellizos, que trabajaban como limpiabotas en Quito, se marcharon de casa y conocieron el mar a los 13. Hoy viajan a California para cumplir su mayor reto.

A diferencia de su hermano, Luis surfea con la pierna izquierda delante.
Cuando Jorge y Luis Sangachi Alarcón están juntos, no hay quien los encierre. Desde que tenían 10 años y lustraban zapatos para ganarse tres dólares diarios, los ojos se les perdían en el horizonte del parque La Carolina después de cada par despachado. El cielo azul de Quito era el vidrio contra el que chocaban estos pájaros sin nido.
Un malabarista seis años mayor que ellos fue su anfitrión en las calles. Les enseñó colores distintos a los de su cajita de betunes y a triplicar su renta diaria. En los semáforos, los mellizos Sangachi conocieron las llaves de su destino: el equilibrio y la certeza de que siempre debes soltar un elemento para mantener otro flotando. Lo primero que soltaron fue el hogar.
Luis, de cabello negro, mandíbula recta y piel dorada por el sol, recuerda que con el dinero obtenido en la vía pública viajaban cada vez más lejos de su casa, enclavada en los suburbios de una ciudad jaula. Ya sabían que haciendo malabares nadie les pedía papeles, así que un fin de semana aparecían en Ibarra, otro en Santo Domingo y el siguiente en Cuenca. Volvían a Quito de vez en cuando por su madre, Gloria, que mantenía sola a siete hijos. “¡Cómo hicimos sufrir a la vieja!”, admite.
Les faltaba conocer el mar. Y Jorge, entrecerrando los ojos enmarcados por sus mechas rubias, revive emocionado el primer chapuzón. Fue en Salinas, una tarde en la que el sol cocinaba la piel andina a estos mellizos, entonces de 13 años. Oyeron cómo el agua estallaba en una orilla rocosa y se lanzaron con la ilusión y la ropa puestas... Esa tela inmensa, de un azul brillante, los meció por horas como una madre embelesada. Luis vio “un río gigante, que no terminaba más”. Aquella primera vez acabaron “insolados, con los labios partidos”.
Nuevo amanecer
La marea los devolvió, exhaustos y enamorados, a la ruta del sol y la sal. Se detuvieron en Montañita para hacer malabares durante tres días y dormir en una carpa sobre la arena en las noches. Al amanecer, contemplaron el segundo espectáculo más fantástico de sus vidas: hombres que se paraban sobre el agua, que dominaban la fuerza del océano. Jorge y Luis los imitaban sobre una delgada tabla de caucho.
En esa playa conocieron a unas venezolanas que habían rentado un hotel, en el que se quedaron tres meses. “En nuestro cumpleaños número 14 nos regalaron una tabla para los dos”, rememora Luis. Jorge lo secunda: “Eso lo cambió todo”.
Cuando se fue el verano -y las venezolanas con él-, Jorge y Luis no sabían si regresar a Quito o quedarse en Montañita. Pero esa marea que parecía atraparlos les trajo a un amigo argentino, Ricardo Reto. ‘Dicky’, como llaman a su mentor, fue la figura paterna que no habían tenido y les ofreció un trato: si se formaban, les daría casa y trabajo en su pizzería.
El corazón de la gente buena es el hogar de los espíritus nómadas. Apenas sonaba el timbre de la escuela, se largaban a surfear. Y, cuando había medios, se iban a Manabí o a Galápagos. “Entienden el mar como si hubieran nacido en él”, sostiene Ricardo.
Las olas de Galápagos son más agresivas que las de Santa Elena: tienen más agua y su fondo es de roca. Pero las de La Punta, en Montañita, siguen siendo sus favoritas en Ecuador... Derechas, largas y tubulares, para hacer muchas maniobras. También recuerdan las de Manta y San Mateo, en Manabí. “Todo tiene que ver con la forma de la playa. Eso es lo que hace que empiecen a romper, pero no se cierren del todo”, explica Luis dibujando una ola con los dedos de la mano izquierda.
Hoy caminan, descamisados y sonrientes por una casa de paredes grises en Olón, Santa Elena, un nuevo ‘gueto’ surfista, lejos del barullo. Sus tablas y las de otros jóvenes que se alojan allí están ordenadas por tamaños en un rincón, en línea recta hacia la puerta de salida. Apilados bajo la ventana, el monociclo y sus pinos de plástico verde.
–¿Han soltado el malabarismo?
–Ahora vivimos para el surf. Hacemos malabares solo cuando queremos reunir dinero para viajar, para ir a buscar nuevas olas.
No compiten entre ellos, sino que se motivan el uno al otro. Han hecho apariciones en el circuito nacional y representaron a Ecuador en Panamá y Nicaragua, pero aún no consiguen un primer puesto. Luis subraya que para clasificarse en cada etapa del circuito nacional es necesario quedarse en Ecuador. Y los Sangachi no pretenden atrapar olas. Les parece un cliché de quien no conoce el verdadero espíritu del surf.
–¿Quién quiere poseer el mar, guardarlo para sí?
–Yo prefiero entrar al agua y salir lleno de energía para repartirla entre todos –propone Luis.
En 2013, con esas agallas que brotan a los 18, se embarcaron en un viaje por Sudamérica: Perú, Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. Un año y tres meses de puro surf y malabares. Al volver a Santa Elena, llevaron a su viejita para reconciliarse con su pasado y su futuro. “A los 62 años conoció el mar. Lo tocaba y se mareaba”, asevera Luis un tanto burlón.
Han tenido novias, pero no piensan en crear una familia. Claro que la madre les reclama que se corten el pelo, se pongan una corbata y busquen “un trabajo de verdad”. Pero no barajan volver a Quito, porque sin el mar “la vida pierde el sentido”.
La gran aventura
El año pasado, los Sangachi llegaron a Puerto Escondido, en Oaxaca, donde emergen las olas más peligrosas del mundo. Lo habían planeado desde que vieron algunos vídeos de surfistas en YouTube. Incluso documentaron en esa plataforma todo lo que debieron hacer para obtener la visa. Valió la pena, porque el recuerdo de aquella aventura ilumina sus sonrisas. Es la mejor ola que han visto fuera hasta ahora. Luis la describe “fuerte, tubular”. Te hace sentir “como si estuvieras dentro de una licuadora”. Aunque se cuidan entre los dos, nada salvó a Luis de un tajo en la cabeza que necesitó cinco puntos de sutura, ni a Jorge de una luxación de tobillo.
Los Sangachi siguen con sed de sal. Quieren ir más lejos, vivir haciendo lo que les gusta. Y para eso deben surfear olas cada vez más grandes, a las que no podrían tener acceso solo con sus malabares.
Su meta de 2017 es llegar a Mavericks, California. Maverick, traducido al español, significa ‘inconformista’, ‘disidente’. Es el destino sagrado para los surfistas de olas mortales. Un aullido del océano, del tamaño de un edificio de cuatro pisos, que se abalanza sobre ti a 50 kilómetros por hora.
Esa tentación les hizo organizar una campaña en redes sociales, con la que recopilaron más de 2.000 dólares. Solo quieren sentir la gloria de surfear en Mavericks. “Es algo que te llena acá dentro –insiste Luis, tocando el centro de su pecho desnudo–. Es una experiencia que te llevas, que no puedes comprar”. Eso es todo por lo que trabajan, por lo que respiran, por lo que aprecian la naturaleza. Quizás sea un sueño, un porqué para mantenerse jóvenes y hambrientos.
“Con mi tabla, algo de dinero para la comida y mi hermano, yo podría volver a vivir en una carpa”, confiesa Jorge encogiéndose de hombros.
–¿Y dónde pondrías tu carpa?
–En una buena ola.
Los secretos de Mavericks
Mavericks, en California, Estados Unidos, es un lugar mítico para los surfistas de grandes olas. Estas pueden oscilar entre los dos y los quince metros de altura, con un recorrido de 300 metros. Son frías y se surfean por la derecha.
El secreto de Mavericks está en su afilado arrecife submarino. La parte más profunda de las olas avanza más lenta que la superior y se forma una cuña con energía adicional. Cuando una ola de más de nueve metros rompe, la puede percibir hasta un sismógrafo.
Jay Moriarity, con solo 16 años, alcanzó la fama trepado en una de esas olas... y Mark Foo perdió la vida allí en 1994.