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José Morán y Bruce Hanstein de EEUU dialogan en la plaza en Cotacachi. 21 de septiembre del 2017

Se miran, pero aún no se mezclan

Es una lección de vida para quienes no exprimen el presente.

Es una lección de vida para quienes no exprimen el presente. “Le cuentas a Dios tus planes y él se ríe de ellos”, responde Larry Hand cuando se le pregunta por su futuro.

Larry y su esposa, Shyrley, viven el día a día en Cotacachi, Imbabura. Tienen 74 y 73 años respectivamente y, por ahora, están felices lejos de su Denver natal (EE. UU.). Desde hace una década, la localidad se ha convertido en refugio de un nutrido grupo de jubilados estadounidenses, canadienses y europeos. Cada uno tuvo su particular razón para mudarse a Ecuador. La más común: la búsqueda de tranquilidad.

Pero el cantón ha cambiado mucho desde que Phyllis Cooper aterrizó hace dos décadas. Su objetivo era abrir un centro antiestrés en lo que, en aquellos días, era un pequeño pueblo de los Andes. Phyllis tenía 58 años y ahora habla con nostalgia de los años idos. Una pareja de canadienses, testigos de Jehová, eran los únicos foráneos entonces: “Era totalmente distinto, la gente estaba más apegada a sus propias costumbres”.

Washington García, de 59 años, testificó la afluencia y partida de extranjeros. Cree que estos no interactúan mucho con los lugareños, una opinión que comparte el alcalde del cantón, Jomar Cevallos, quien recuerda que hubo problemas cuando los gringos se afincaron en las zonas rurales de Cotacachi, sobre todo tras el boom migratorio de hace tres años: “Les costaba entender el trabajo comunitario de las mingas y lo que resolvían los cabildos en asamblea. Eso, creo, ya terminó”.

La vida se encarece

La plusvalía de los bienes inmuebles se ha elevado y eso preocupa a los nativos, muchos de los cuales no pueden hacer frente a un arriendo. Pero el alcalde es el único que alza la voz: “En la 10 de Agosto, cobran 800 dólares de alquiler a un restaurante, de modo que el dueño debe subir los precios de la comida”, resalta.

Hasta 100.000 dólares suelen estar dispuestos a abonar los extranjeros por una vivienda en propiedad. Si es en arriendo, entre 450 y 850. “No dinamizan mucho la economía porque se agrupan entre ellos y compran en sus restaurantes. Se abren muy poco. Sí ayudan cuando construyen ordenadamente”, sentencia Cevallos.

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