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En Ecuador, Iryna ha intentado rehacer su camino mientras enfrenta la distancia con sus seres queridos./EDICIÓN

Iryna, la historia de la ucraniana que vive en una iglesia ortodoxa de Urdesa

Iryna Voropay huyó de Ucrania para proteger a sus hijos del conflicto que se avecinaba pero en Ecuador terminó enfrentando la separación de su familia

Iryna Voropay: ucraniana, 49 años, con una voz suave que se tropieza entre el ruso y el español, espera pacientemente antes de ingresar a la Iglesia Ortodoxa Canónica - Parroquia "La Anunciación" - Patriarcado de Serbia, ubicada en Urdesa, norte de Guayaquil.

La mujer, de mirada y gestos reservados, viste un vestido negro intenso pese al sol abrasador de una mañana de mayo en la urbe porteña. Al llegar soltó un saludo rápido antes de invitar al equipo de EXTRA a entrar al templo, situado en la avenida 36, entre las calles Enrique Ortega y Jorge Maldonado.

Llegó a Ecuador hace seis años, huyendo de lo que más temía: perder a sus hijos. Su historia comenzó mucho antes de cruzar medio mundo, cuando las tensiones políticas entre Rusia y Ucrania aún no eran titulares internacionales, pero sí una amenaza diaria en su hogar.

Nacida en Ucrania, hija de padre ruso y madre ucraniana, Iryna creció entre dos culturas que llevan generaciones en conflicto. Aunque el idioma oficial en su país es el ucraniano, Iryna solo hablaba ruso.

Entre recuerdos, trabajo y fe, Iryna construye su vida diaria a miles de kilómetros de su país./FRANCISCO FLORES

Fue el idioma dominante durante la época soviética, y gran parte de la población ucraniana aún lo utiliza en su vida diaria. Para ella, es la lengua que habita su memoria, su afecto, su identidad. Esa preferencia lingüística, con el tiempo, comenzó a volverse peligrosa.

Las autoridades ucranianas empezaron a multar a quienes no usaban el idioma oficial. Las familias numerosas eran vigiladas y se fiscalizaba la crianza de los hijos. El Estado se reservaba el derecho de intervenir, y si algo no encajaba con sus criterios, los niños podían ser separados de sus padres y entregados a otras familias. Para Iryna, aquello fue el punto de quiebre, no quería que sus pequeños fueran obligados a combatir en una guerra que ya se veía venir.

En 2016, su primer destino fue Kazajistán, donde vivieron casi tres años. Sin embargo, tampoco fue un lugar seguro. No les otorgaban documentos permanentes y, al igual que en Ucrania, quienes hablaban ruso eran vistos con desconfianza.

Su llegada a Ecuador

En medio de la desesperación, la salida apareció a 13.879 kilómetros: Ecuador. Fue una opción inesperada, pero milagrosa y atractiva. Se trataba de un país con un clima cálido y acogedor, buena comida, la posibilidad de establecerse fácilmente y, en general, un lugar donde nadie la perseguiría por su idioma o nacionalidad.

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Antes de llegar, buscó información en internet y recibió recomendaciones de otros rusos que ya vivían en el país desde hacía años. Pensaron también en Paraguay, pero Ecuador les pareció más interesante por su diversidad geográfica, su idioma y su apertura a los extranjeros, pero lo más importante, es que, eligieron un lugar donde sus hijos pudieran crecer lejos del conflicto, con la esperanza de no perderlos en un enfrentamiento que sentían ajeno y absurdo.

Vivió primero en Cuenca, pero la altitud le provocó crisis respiratorias nocturnas. Fue allí donde descubrió un problema en su corazón. Luego se mudó a Salinas, donde el clima más cálido le trajo alivio. Sin embargo, su estabilidad se quebró con el divorcio. Llegó a Ecuador con su esposo y sus tres hijos, pero el hogar se disolvió.

Con mirada triste, cuenta que tras la separación se quedó sin nada: ni casa, ni hijos, ni trabajo. Desde entonces, no ha vuelto a ver a sus tres muchachos: Pablo, de 21 años; Dimitrio, de 19; y Daniel, el menor, de 17. Ellos y su expareja se radicaron en Manta.

Migrar no solo implicó dejar un país, sino también reconstruirse en medio de nuevas circunstancias./FRANCISCO FLORES

Aun así, la distancia no ha quebrado del todo el vínculo. Las llamadas telefónicas y los mensajes de texto mantienen viva una línea emocional que ella cuida con esmero. Entre sus pertenencias, pegadas a su pasaporte, guarda algunas fotos de cuando sus hijos eran niños.

Las lleva como un ancla, pequeñas ventanas al pasado que le recuerdan una parte esencial de sí misma que permanece viva, aunque esté lejos. También mantiene comunicación con familiares que siguen en Ucrania. Pese a que ha intentado tomar distancia de las noticias para no llenarse de angustia, sabe que la guerra de la que huyó continúa, y que muchas veces sus seres queridos no tienen alimento, luz ni agua.

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El conflicto entre Rusia y Ucrania lleva oficialmente tres años, pero ella sabe que en realidad ha estado latente por mucho más tiempo. Y aunque trata de enfocarse en lo que ocurre en Ecuador, el miedo por sus familiares permanece, y por ellos reza todos los días.

Una iglesia ortodoxa en Urdesa

A falta de todo, encontró refugio en la Iglesia Ortodoxa La Anunciación. Allí vive hoy, ayudada por la comunidad del Patriarcado de Serbia, donde las misas en eslavo antiguo y las imágenes sagradas le recuerdan su identidad.

En este templo, en el corazón de Guayaquil, no solo confluyen europeos del Este (rusos y serbios e incluso canadienses), también acuden ecuatorianos en búsqueda de fe, todos acogidos por el padre que predica que todo aquel que cree en Dios es bienvenido.

Varias de las imágenes religiosas que decoran la iglesia han sido intervenidas por ella. No en su totalidad, pero sí con detalles y estilizaciones que les dan nueva vida. Otras pinturas son completamente suyas, y algunas permanecen en las paredes de su habitación: dibujos sobre papel, entre ellos, un retrato de Daniel.

Desde una habitación en el norte de Guayaquil, Iryna reconstruye su vida mientras sigue anhelando un reecuentro con los suyos./FRANCISCO FLORES

Pintar se ha vuelto para Iryna un idioma más profundo que las palabras. Es en la pintura, en la iglesia y en su trabajo donde encuentra refugio. Son lazos que la mantienen firme, que ocupan su mente para no pensar demasiado en lo que le ha causado mayor dolor desde que llegó a Ecuador: la separación de sus hijos.

Actualmente trabaja como guardia de seguridad en la Autoridad de Tránsito Municipal (ATM). Da indicaciones y cuida a los conductores que llegan a realizar la matriculación vehicular frente al terminal terrestre de Guayaquil, y que se sorprenden al escucharla hablar un español confuso.

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Se formó para ello, cumplió los requisitos, y hoy sostiene con mayor estabilidad su vida. El cansancio del trabajo es, en cierto modo, un alivio: cuando el cuerpo está agotado, la mente no vaga tanto.

La vida cotidiana de Iryna se reparte entre el templo, el trabajo y la espera de reencuentro./MILENA ALDAS

A través de sus dibujos, su fe y sus jornadas laborales, Iryna intenta no pensar en lo que dejó. Porque, aunque salió de su país por miedo a perder a sus hijos, terminó perdiéndolos de todos modos. No fue la guerra, ni una autoridad extranjera. Fue una ruptura familiar, interna, silenciosa, la que la separó de ellos.

El contacto a distancia permanece, pero no es lo mismo. No hay abrazos, no hay conversaciones cara a cara, no hay momentos compartidos que prevalezcan para toda la vida. Desde su habitación en la iglesia, entre oraciones e íconos bizantinos, Iryna sigue adelante.

No habla mucho del futuro, tampoco se detiene demasiado en el pasado. Camina en el presente como si transitara en un hilo, entre el dolor de lo perdido y la esperanza de un reencuentro. Su corazón, delicado y vulnerable, late con la fuerza de quien ha aprendido a resistir.

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