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Tenebroso encuentro con las almas

El convento de San Francisco esconde varias leyendas y lugares nunca antes abiertos al público.

SAN FRANCISCO
El primer cementerio de Quito fue convertido en parque. Los restos se llevaron a las catacumbas.Gustavo Guamán / EXTRA

Al centro, la gran pileta de piedra los reunió con su hipnotizante juego de luces. Aquellos destellos multicolores rebotaban en la fuente atrayendo la mirada de los asistentes.

De pronto, el repique de una campana terminó con el letargo. Desde el fondo de la plaza principal, un bonete blanco se aproximaba sin prisa. Los niños, temerosos, apretaban la mano de mamá. “Bienvenidos al reencuentro con la muerte, bienvenidos al reencuentro con las almas que nos hemos adelantado al más allá”, dijo el cucurucho, dueño del bonete con voz de ultratumba.

Su anuncio los dejó en silencio. Solo el vaho de una fría noche confirmó la presencia de esa veintena de personas, sedientas del relato de Alma Santa.

Corría la segunda noche de noviembre, cuando el convento de San Francisco permitió a los curiosos atisbar los secretos de aquel edificio, inaugurado en 1705.

La primera parada, un laberinto de pinturas y esculturas que cubrían las gruesas paredes de la abadía, causando escalofríos en la piel de los caminantes.

Justo en el medio de uno de los corredores se levantan imponentes dos estatuas de madera. En la segunda aparecen Jesús y Judas bañados en pintura brillante. “Esta obra tiene cráneos reales”, reveló el cucurucho, haciendo énfasis en los gestos de las dos figuras, que datan del siglo XVII.

Los rasgos de ambos personajes son casi reales: las cuencas de los ojos, la nariz respingada y los pómulos prominentes confirman la versión del guía y activan el flash de las cámaras fotográficas.

El olor a humedad envuelve a los visitantes, que una vez más, quedan estupefactos ante los marcos dorados que rodean la vida de los santos.

Un antiguo panteón

El final del pasillo de arte es una puerta de cristal, donde las escalinatas de piedra conducen a un patio. “Este es el primer cementerio de Quito”, agrega el hombre del gorro en punta.

En medio estaba otra fuente decorada por velas blancas y cráneos. “Sacaron algunos muertos para convertir el lugar en un parque”, añadió el narrador. “Tengo miedo”, se escucha entre la multitud. Es un niño, de 7, tal vez 8 años. Él prefiere esperar en el auto, más aún cuando ve al fraile Polibio salir de entre las palmeras del recinto.

Ese franciscano delgado y de hábito oscuro es el protagonista de la leyenda de ‘La canilla del difunto’. Hace décadas, el hermano paseaba por el convento cuando en la pared norte se le apareció un espectro. Era otro fraile que le anunciaba que sus restos no pueden descansar en paz debido a una mala obra que había hecho antes de morir. “Un día un viejecito me pidió caridad por el amor de Dios. Yo lo rechacé y le di un golpe con mi canilla. Desde ese día mi alma vaga”, relató el fraile mientras una vela le iluminaba sus ojos oscuros.

Polibio, asustado, le preguntó qué podía hacer él. “Toma las limosnas y repártelas entre los necesitados”, añadió el fantasma. El hermano no lo hizo. Un año después, Polibio confesó a los demás sacerdotes lo sucedido y ellos le explicaron que quien no cumplía con la petición del aparecido caía muerto repentinamente... Cuando el muchacho dejó el salón y corrió hasta el patio, sintió un golpe en la canilla.

Solo en ese momento aceptó su destino de cumplir con el pedido del aparecido.

Cuando el cucurucho termina el relato, otra vez, el silencio se ha apoderado del excementerio. “Ahí está”, gritó con su voz ronca y el público dirige sus ojos asustado hacia una esquina del solar. “O tal vez no”, rió en tono malicioso.

Las cinco capillas

El convento de San Francisco es una de las construcciones patrimoniales más grandes de Quito. En el interior se albergan cinco capillas: la de Cantuña, la de San Buenaventura, la del Santísimo, la del estudiantado y la de Villacís, el benefactor de la orden.

Su esposa, doña Francisca Loma de Portocarreño, encabezaba esa parte del recorrido. Un manto cubre su moño y ella, con prisa, conduce a los visitantes hasta la capilla de su amado. Bajo un cuadro del capitán Francisco de Villacís están enterrados los restos de ambos. En el centro de esa ermita está la imagen de la Virgen Dolorosa, una pálida escultura de túnica azul, que cada año deja su altar para sumarse a la procesión de Semana Santa, de Jesús del Gran Poder.

Los techos altos de la construcción reproducen el eco de los caminantes, quienes aguardan ansiosos ante una pesada puerta de piedra. Fue la nieta del capitán y su esposo quienes construyeron esa cripta.

Adentro, el espacio es reducido. La temperatura desciende y las luces de las velas no son suficientes para iluminar la escena. Es un mausoleo familiar, donde los años, las almas y, quien sabe, los visitantes, generan un ambiente pesado. Allí, varios cráneos atestados a los pies de las tumbas estremecen a los curiosos.

Todos salen en silencio, perturbados y pensativos para continuar con el recorrido. “Sí hubo una vez una señora que salió pálida... Le dio mal aire”, cuenta Vanesa Lomas, quien encarna a la esposa de Villacís. Es el tercer año que participa en la iniciativa y le encanta el rostro de la gente ante las cosas que hay en el convento.

La última parada

“Sin pecado concebido” es la contraseña para atravesar el umbral que da a la sacristía de la iglesia. Solo un reloj sobre la pared interrumpe la armoniosa arquitectura colonial de la habitación, rodeada por bancas de terciopelo rojo. “Este lugar era usado por los sacerdotes para la penitencia”, contó Pablo Rodríguez, encargado del Museo del Convento.

En su traje de franciscano, el hombre recorrió la vicaría, mostrando las pinturas que cobijan las paredes del altar. ‘El descenso de la cruz’ data del siglo XVIII y aunque eran pocos los artistas de la escuela quiteña que firmaban sus obras, hace poco se descubrió quién era el autor de ese cuadro. “Es Antonio Astudillo. Se conoce poco de él y su nexo con la congregación”, añadió Rodríguez.

Para él, ese lugar es privilegiado, así como el grupo de visitantes, que por primera vez pisa la sacristía y se postran ante los seis hábitos ceremoniales y litúrgicos de los sacerdotes.

La leyenda de fray desaparecido

Sucedió hace varias décadas en el convento de San Francisco. Allí, no solo la leyenda de Cantuña (un peón que vendió su alma al diablo a cambio de que construyera el templo) cobró vida, sino muchas otras que los franciscanos comparten de generación en generación.

El fray desaparecido es una de las que más misterios encierra. Cuenta la leyenda que Benjamín, un muchacho de 20 años, oriundo de la Costa, llegó a la capital debido a su mal comportamiento.

Fueron sus padres quienes llevaron al joven a la hermandad de los franciscanos para ver si, de una vez por todas, el chico sentaba cabeza.

En aquel monasterio, el muchacho molestaba a sus compañeros, les jalaba los cordones, les escondía los hábitos y las sandalias. Tantos eran los apuros en los que Benjamín metió a los frailes que cierto día el padre guardián tomó una difícil decisión.

Habían recibido una carta del otro lado del mundo, en la que les anunciaban la visita del obispo general de la orden. Temiendo el comportamiento del fraile, el encargado lo encerró en la ‘Clausura’, un pequeño cuarto dentro de la sacristía que se usaba para la reflexión. “Puede venir el mismísimo Papa, que yo soy quien soy y no voy a cambiar”, dijo Benjamín.

Antes de cerrar la puerta con candado, el padre guardián sentenció al muchacho. “No podrás salir de aquí si no cambias tus actos”.

La visita del obispo general duró dos días y transcurrió sin contratiempos. Al tercero, el encargado del convento salió de viaje, sin recordar que Benjamín estaba encerrado en la ‘Clausura’.

Al día siguiente, cuando los hermanos se sentaron a la mesa, notaron que alguien faltaba y avisaron al padre guardián que ya había llegado. “Jesús, el fray está encerrado, debe estar hambriento. Tomen la llave y sáquenlo”, ordenó.

Enorme fue la sorpresa de los franciscanos al abrir el umbral y ver el cuarto vacío. Solo un hábito y unas sandalias viejas confirmaban la presencia del chico.

Ese cuarto con ventanas se había ‘tragado’ a Benjamín o, tal vez, la sentencia del encargado. “No podrás salir de aquí si no cambias tus actos”. Actualmente, la ‘Clausura’ funciona como bodega.