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“¡Quítense las camisas y huyan!”
Gorka Moreno, Portoviejo (Manabí)
“¡Sáquennos de aquí!”, bramaban los privados de la libertad del Centro de Rehabilitación Social El Rodeo segundos después de que Ecuador sufriera un ataque epiléptico letal el 16 de abril.
El sismo, según los vecinos, sumió en la oscuridad y “el caos” a la comunidad que da nombre al recinto, ubicada en la parroquia de Riochico, a unos diez kilómetros de Portoviejo. La mayor parte del manojo de casas que conforma el pueblo resistió la sacudida, pero cuando los moradores aún trataban de recuperarse del ‘shock’, un estruendo “indescriptible” les hizo temblar de nuevo.
“¡Qué ruido! Fue horrible”, rememora Cecibel Valdivieso. “Aterrada”, esta lugareña se encerró en casa con su hermana Katty y su madre, Angelina Cedeño. Aunque la vivienda se asienta junto a la verja de alambre y espino que rodea la cárcel, no eran conscientes de que, al otro lado de la valla, la mitad superior de un muro se había derrumbado. Hoy, unos contrafuertes anclados al suelo ayudan a sostener la tapia, de unos ocho metros de alto y cien de largo.
Fue entonces cuando las tres mujeres acertaron a vislumbrar cómo decenas de internos traspasaban la cerca y se lanzaban hacia la carretera que une la capital manabita y Quevedo. La escena era tan turbadora que creían estar ante “un simulacro”. Pero los gritos “desesperados” de los fugitivos las despertaron de su entelequia.
“¡Quítense las camisas y huyan!”, vociferaban los huidos para no ser identificados por los policías que custodian la penitenciaría. Galopaban como galgos espoleados, “en todas direcciones”, mientras los agentes “trataban de capturar a todos” los que podían. “Daba miedo ver la calle. Desde el otro lado de la puerta, nos preguntaron hacia dónde debían marcharse. No nos atrevimos ni a contestarles”, destaca Cecibel a EXTRA.
Las testigos, paralizadas, alcanzaron a avistar cómo unos se ocultaban entre los densos bosques que se abren en la retaguardia de la comunidad; cómo otros, aprovechando la confusión, se subían a los vehículos detenidos en la calzada a raíz del terremoto; y cómo un grupo, al parecer, intentó robar las motos de sus hermanos, que yacían en el suelo tras la sacudida. Desistieron porque el combustible se había derramado por el piso y no podían arrancarlas.
Un niño de unos diez años recuerda que, presuntamente, dos de ellos “pararon a un motorista, lo derribaron y golpearon” para intentar arrebatarle el vehículo. Pero tampoco se salieron con la suya. Incluso unos pocos pasaron por el inmueble donde reside el abuelo de Katty y Cecibel, situado en lo alto de una loma. “¡Sáquese la camisa!”, le habrían ordenado. Su nieta, que no estaba al tanto de la fuga, tuvo la osadía de replicarles que lo dejaran en paz. Posiblemente, los reos querían cambiar de aspecto para pasar desapercibidos, pero el tiempo apremiaba, de modo que retomaron la evasión.
“No pudimos darnos cuenta de qué pabellón salían. Se comenta que afilaron una caña para robar algunos carros, pero a nosotras no nos consta”, apunta Katty.
En plena escapada hubo quienes se arrepintieron y volvieron a la cárcel tras rogar a sus compañeros que dieran marcha atrás. Entre tanto, una veintena de presos, desde la penitenciaría, pedía al resto que regresara. “Esos también pudieron irse, pero no lo hicieron”, apostilla la mujer.
Un contingente militar no tardó en acordonar el interior de la prisión y las inmediaciones. “Los soldados nos dieron tranquilidad, aunque lo cierto es que nunca habíamos tenido problemas con los reclusos”, resalta Margarita Zamora. A la mañana siguiente, los internos que no se habían escabullido permanecían apostados “cerca del muro”, como si una parte de ellos se lamentara de la oportunidad perdida o, por el contrario, quisieran corroborar que habían hecho lo correcto.
Ya hay al menos 64 internos recapturados
El Centro de Rehabilitación Social El Rodeo parece una fábrica abandonada. El rótulo que da la bienvenida a los forasteros ha perdido varias de sus letras y otras amagan con desprenderse en cualquier momento.
Decenas de policías vigilan el recinto, donde permanecen aparcados cuatro camiones militares con un centenar de soldados y mandos, destinados en la Brigada Quinto Guayas. Algunos descansan en sus carpas al abrigo de una arboleda, mientras otros patrullan en el interior.
Poco a poco, el penal intenta retomar su actividad. Aunque sus cicatrices son incontables. Y no solo por el muro que destrozó el temblor. Hay ventanas rotas, grietas y orificios en las edificaciones... “No sabemos cuándo podremos visitar a nuestros parientes. Pero ellos no huyeron. Dicen que nos van a permitir traerles comida preparada...”, indican preocupadas varias mujeres en la puerta principal. “Alimentos cocinados, sí. Lo que no podemos autorizar es que introduzcan quintales de arroz. Porque eso puede ser para otros fines como la venta”, matiza un agente.
Son pocos los reclusos que continúan prófugos. El pasado jueves, el Ministerio de Justicia informó que 64 ya habían regresado por decisión propia o habían caído a manos de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas (en el terremoto, ningún preso falleció o resultó herido grave). De modo que la ministra del ramo, Ledy Zúñiga, hizo un llamado público a los 36 restantes para que se entreguen de forma voluntaria. De lo contrario, se enfrentarán a “nuevos cargos judiciales por el delito de evasión”.
Los huidos presuntamente pertenecían al módulo más restrictivo, “el de mediana seguridad”, precisa uno de los policías que supervisa el acceso. Debido a los daños provocados por el sismo, sus ocupantes fueron reubicados en cárceles como la de Cuenca y Guayaquil, donde ingresaron “unos 70 y 120 respectivamente”. Pero en el resto de los pabellones aún hay 581 internos, según las cifras facilitadas por el uniformado.
EXTRA acudió a las instalaciones el domingo y el lunes para conversar con el director y contrastar los datos facilitados por los habitantes de los alrededores. Pero tanto el primer día como el segundo, los vigilantes aseveraron que este no se encontraba en el centro. De modo que el autor de este artículo solicitó en vano su número de celular. Y aunque dejó el suyo en la garita, al cierre de esta edición el responsable no había contactado con él.
La superviviente
Gladys Cusme fue una de las pocas lugareñas cuyo hogar quedó destruido. Se encontraba en casa con su hijo, de 16 años, cuando se produjo el temblor. Ambos se abrazaron y trataron de refugiarse bajo el marco de la entrada, pero la vivienda se desplomó y quedaron sepultados entre los escombros. Aunque no es capaz de cuantificar cuánto tiempo estuvieron atrapados, lograron abrirse camino entre las ruinas y salir enteros, con apenas unos golpes: “Dios me dijo que nos quedáramos ahí”.
Con ayuda de unos amigos, su esposo, William Bermelle, trata de levantar una cabaña entre montañas de zinc, ladrillos, concreto y tablones. Desde el solar se distinguen los destrozos de la cárcel. Pero a William no parece importarle lo que sucedió en el centro de rehabilitación social. Bastante tiene con apuntalar la cubierta, comprobar la resistencia de las enclenques vigas de madera que sostienen la estructura y aprovechar todos los restos útiles de su antiguo hogar para dar forma al refugio, donde los suyos al menos puedan refugiarse del sol y la lluvia.
Gladys no se percató de la fuga. En esos instantes, solo daba gracias al cielo por haber salido con vida del derrumbe. Pero tras la catástrofe, constató preocupada que los reos habían entrado en casa de su hermana para robarle. No arramplaron con los objetos de valor. Como muchos otros, solo buscaban ropa.