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Diario Extra Ecuador

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El sello clandestino de los grafiteros

Miembros del movimiento hip hop ecuatoriano explican qué es el ‘tag’ y por qué muchos de ellos prefieren estas manifestaciones subversivas.

Junto a los grafitis que decoran el ‘skate park’ de la Carolina, pueden observarse infinidad de ‘tags’.

Junto a los grafitis que decoran el ‘skate park’ de la Carolina, pueden observarse infinidad de ‘tags’.René Fraga / EXTRA

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Para muchos quiteños son actos de vandalismo; para otros, códigos de pandillas. Casi siempre son pequeños, con tipografías estridentes y diversas. Parecen incomprensibles, aunque encierran un mensaje. Los hay repetidos por distintas calles de Quito, como huellas en caminos embarrados. Muchos apenas viven unas pocas horas. Otros duran años... Son los ‘tags’, como se denominan en el movimiento hip hop.

EXTRA va en busca de los rostros que se ocultan detrás de las firmas de estos grafiteros, que se mueven por la capital entre las sombras. Dar con ellos, para quienes no pertenecen a su tribu urbana, es casi imposible. No quieren que nadie reconozca su rostro y eluden dar las identidades que figuran en sus cédulas para evitar, entre otras cosas, las sanciones. Quieren crear su propio nombre.

Es sábado. El mirador de Guápulo se llena de fiesta y música. Hoy se celebra el Festival Tandana Fest, donde se exhiben biomurales (obras con representaciones ecologistas). Entre los artistas, spray en mano, se encuentra una de las figuras capitalinas más relevantes del mundo hip hop: Skipy, cuyo ‘tag’ se replicó como un virus por todos los rincones del norte quiteño hace algunos años. Hoy prefiere firmar como Skipper.

Empezó a rayar en su barrio, el sector 52, más conocido como Cotocollao. Es, en cierta medida, la cuna del movimiento en la ciudad. Por aquel entonces, andaba con los miembros de Equinoccio Flow. Y ya de adolescente, se animó a hacer sus primeros ‘tags’: “La excusa que teníamos para salir a pintar eran las fiestas. Nuestros papás nos dejaban allí, pero nosotros nunca entrábamos”.

En lugar de beber o bailar, se divertía pintando las paredes de los callejones más oscuros. Pero sobrevivir en las noches de Cotocallao no fue fácil. “Cuando eres adolescente, tienes mucho miedo a que te roben. Llegas a un punto en el que te haces amigo de los ladrones. Ellos cuidan que no venga la policía mientras pintas”, atestigua a este Diario.

Su madre lo ‘piteó’ tras descubrir en sus cuadernos una firma que había visto en todas partes. “Me jaló de los pelos y me dijo que pidiera permiso y perdón a todos los vecinos a los que había rayado las paredes. También me forzó a pintar todo lo que había rayado. No hay vergüenza más grande que tu mamá te obligue a eso”, admite.

Los moradores no lo censuraron, pero sí le pidieron que conversara con ellos antes de aventurarse a pintarrajear sus muros. Era una buena salida para no tener que rodearse siempre de malhechores. Desde entonces, es gestor de espacios para esta clase de manifestaciones y sus obras llenan de color distintos puntos de Quito. También ha diseñado murales de grandes formatos en distintos países.

La norma

No todos eligen la pintura a plena luz del día. Muchos prefieren la adrenalina de la clandestinidad, moverse como espectros nocturnos en una sociedad que a menudo los estigmatiza. Entre otras cosas, porque gestionar los puntos que albergan murales entraña algunas dificultades. Sobre todo desde que, en 2012, el exalcalde Augusto Barrera aprobó la ordenanza 282, vigente en la actualidad. Según esta, los propietarios de cerramientos y fachadas de viviendas tienen la obligación de notificar al Municipio cualquier obra de arte alternativo que vaya a realizarse en dichos espacios. La Agencia Metropolitana de Control (AMC) y la Policía Metropolitana son las encargadas de controlar que la premisa se acate.

Los grafiteros que actúan sin permiso pueden recibir una multa, cuyo importe asciende a la mitad del salario básico unificado, u otras sanciones como llevar a cabo labores sociales o restaurar las paredes afectadas. Así lo explica el arquitecto Mauricio Mesías, técnico en la Dirección Metropolitana de Desarrollo Urbanístico del Municipio.

Pero la normativa no disuade a los artistas urbanos, más bien al contrario. En algunos sectores como Cotocollao, los ‘tags’ riegan casi todos los muros. De ahí que muchos residentes se quejen porque deben pintar “continuamente” las fachadas de sus hogares y negocios. Blanca Miño, quien atiende una tienda en la calle San Ignacio de Loyola, cerca de la Administración Zonal La Delicia, muestra cómo ha tenido que limpiar varias veces tanto la puerta como las paredes del establecimiento. “Si el dueño los encuentra, esos jóvenes tendrán problemas”, afirma desafiante.

Pionero

Jason fue uno de los primeros grafiteros de la ciudad. Actualmente vive en Atuntaqui, Imbabura, donde nació. Pero a principios de la década pasada, se dedicó a pintar en Quito. Cotocollao, la pista de ‘skate’ de la Carolina y un muro abandonado detrás del hotel Marriott eran sus sitios predilectos: “Casi todos, salvo muy pocas excepciones, eran grafitis ilegales porque entonces no habían espacios. El grafiti del hip hop era nuevo, la gente no sabía de qué se trataba. Aquí solo se conocía el poético o político”.

Jason aclara que el ‘tag’ es el sello con el que marcan su territorio dentro de un lugar. Ahora ya apenas los traza, porque prefiere desarrollar obras de mayor complejidad. Pero reconoce que los grafiteros disfrutan jugando con el azar y lo prohibido. De ahí que los más subversivos eludan mostrarse públicamente.

A Quito también llegan colegas procedentes de otras urbes como Guayaquil. Ese es el caso de Smok96, invitado por los organizadores del Festival de Murales, que se celebra con motivo del centésimo cumpleaños del barrio La Floresta. “Grafitear –en el Puerto Principal– es algo crudo. Al menos antes te metían preso varios días. Yo estuve una semana y –supuestamente– me dispararon por pintar de ilegal”, relata.

Él sí disfruta con los ‘tags’ ilegales, aunque evita hacerlos en exceso. El motivo: quienes prodigan sus firmas dan mala fama al resto de la comunidad grafitera. “De todas formas, si existe la oportunidad de rayar, lo hago”, subraya. Como tantos otros, se mueve en esa ambivalencia tan común en esta tribu urbana. Por eso, tras finalizar una obra de inspiración indígena y de grandes dimensiones, no se resiste a la tentación. Y entre los gestos de asombro de los transeúntes, quienes aplauden su talento, él se escabulle para dejar su ‘tag’ muy cerca de allí.

Una forma de reclamar “su lugar en el mundo”

Además de ‘taguear’ y rapear, Andrés ‘Sapín’ Ramírez ha documentado el movimiento hip hop nacional desde 1998, tanto en vídeos como en fotografías. “El ‘tag’, dentro del mundo del grafiti, específicamente del ‘writing’, es la primera etapa de un código artístico o cultural que nace del movimiento hip hop, la base del estilo que se desarrollará después”, explica.

Sapín confirma que el ‘tag’ es la expresión artística más común en las clases populares, sobre todo porque muchos “hermanos” no tienen el dinero necesario para comprar “óleos, lienzos y caballetes”. Los jóvenes sin acceso a estos materiales han recreado la necesidad de expresarse a través de otras herramientas. “Es su forma de decir ‘yo estoy aquí’”, precisa.

El artista sostiene que estas obras no guardan relación alguna con las pandillas, sino que se tratan de “un juego vital entre personas que reclaman su lugar en el mundo”. El secreto para obtener el reconocimiento de sus colegas no es sencillo: “tener un mejor estilo, pintar más y con mejor caligrafía y en los lugares menos accesibles, rayar en toda la ciudad”.

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