Exclusivo
Actualidad

La temida historia de dos sicarios que aterrorizan Pascuales: de ángeles a demonios
El crimen organizado ha transformado a algunos jóvenes de barrios populares en asesinos sin remordimientos, capaces de matar a sus amigos y vecinos
“De chiquito jugaba con los ‘pelados’ del barrio. Nory (una de las vecinas asesinadas el pasado 24 de mayo) hasta le daba agua y comida. Era un niño tranquilo, bien educado. Pero las malas juntas lo dañaron. Parecía un angelito, ahora es un demonio”.
Así describió una vecina a Gilson Michael Párraga Guadamund, alias Cara de Perro, señalado como uno de los sicarios más temidos en Pascuales, una de las zonas más golpeadas por la delincuencia en la ciudad. Fue capturado el pasado 27 de mayo, acusado de participar en el asesinato de tres conductores de tricimotos.
Párraga, de 31 años, arrastra un historial delictivo que refleja una evolución constante en el mundo criminal: robo en 2016, tráfico de drogas en 2018, tenencia ilegal de armas en 2021 y 2023, extorsión en 2023 y asesinato en 2025. Pero su prontuario no se limita a la masacre de los tricimoteros; también es señalado por el crimen de una madre, su hija y su sobrina, asesinadas dentro de su casa en la cooperativa Pie de Lucha.
Vecinos, amigos y excompañeros de estudios aún no logran comprender cómo aquel niño servicial, que jugaba fútbol en las veredas de ese sector y ayudaba a su madre con las compras, se convirtió en un presunto ejecutor a sangre fría. Su apodo, que alguna vez nació de una broma entre amigos, actualmente se pronuncia con temor en Pascuales.
“Nadie quiere cruzarse con él. Nadie quiere ni siquiera decir su nombre. Da miedo”, comenta otra vecina.
Los habitantes de este barrio que accedieron a hablar con EXTRA han evitado revelar sus nombres para no ser víctimas de represalias.
Pero Cara de Perro no es un caso aislado. En los barrios periféricos de Guayaquil, historias similares se repiten con frecuencia: jóvenes que pasaron de compartir comidas con sus vecinos a ejecutar asesinatos por encargo. Y, en algunos casos, a atentar contra la vida de quienes los vieron crecer o jugar con sus hijos.

La violencia como norma
El sociólogo Javier Gutiérrez explica que estos jóvenes crecen en contextos de pobreza extrema, hogares desintegrados, falta de acceso a educación, abandono estatal y una constante exposición a la violencia.
“En estos entornos, la violencia deja de ser una anomalía y se convierte en la norma. El crimen organizado encuentra en estos chicos una presa fácil: niños a quienes se les arrebata la infancia para convertirlos en gatilleros al servicio de bandas”, señala Gutiérrez.
Muchos de ellos comienzan siendo obedientes, asisten a clases, ayudan en casa, juegan en la calle. Pero, sin protección social ni familiar sólida, terminan incorporando las conductas delictivas como parte de su realidad cotidiana.

Matar les da placer
La criminóloga Ana Minga coincide en que el fenómeno no es nuevo, pero sí más visible actualmente a través de los medios de comunicación y redes sociales.
“El punto clave es determinar si su conducta responde a una construcción social, es decir, si el entorno los empuja, o si hay factores psicológicos, psiquiátricos o incluso biológicos, como la falta de empatía”, explica Minga.
Desde su experiencia, la exposición constante a actos violentos genera desensibilización, lo que puede derivar incluso en placer al ejercer la violencia.
“El crimen otorga poder. Matar te da la capacidad de decidir sobre la vida del otro. Ese poder se vuelve adictivo. Ya no les importa asesinar a sus propios amigos o vecinos si eso implica cumplir una orden criminal”, advierte.

Uno de los casos que más la impactó fue justamente el de Párraga: señalado de matar a Nory, la vecina que en su infancia le daba de comer.
“¿Cómo llegamos a eso? Hay una desintegración social profunda. Se han perdido la ética, los vínculos y hasta la memoria afectiva”, señala la experta.
Otro ejemplo de esta espiral es Adrián Reynaldo Nivelo Reyes, alias Nicky, quien creció en un barrio cercano al de Cara de Perro y, con apenas unos años de diferencia, siguió sus pasos.
Lo recuerdan como un chico inquieto, pero respetuoso. Comenzó como ‘campanero’, avisando si se acercaba la Policía; luego pasó a cobrar extorsiones y finalmente, con un arma en mano, se convirtió en sicario.
Nicky tiene antecedentes por asesinato en 2024, intimidación ese mismo año y una reciente detención, el 5 de junio de 2025, por suplantación e intimidación.
Según cifras de organizaciones de derechos humanos, cada vez más menores de edad son reclutados por estructuras criminales en Guayaquil. Algunos tienen apenas 12 o 13 años. Comienzan como mensajeros o vigías y terminan como gatilleros o microtraficantes.

Cara de Perro, sinónimo de violencia
El pasado 30 de mayo, un nuevo hecho violento volvió a sacudir al distrito Pascuales. Un ataque armado en la discoteca El Diamante, ubicada en el bloque 1 de Bastión Popular, cerca del kilómetro 11,5 de la vía a Daule, dejó diez personas heridas y dos fallecidas. El coronel Jorge Rodríguez, jefe del distrito, informó que el ataque iba dirigido contra un sujeto conocido como Ñoco, quien logró escapar.
El oficial señaló que este hecho estaría relacionado con la reciente detención de Cara de Perro. En ese mismo operativo fueron capturadas otras cuatro personas, incluidos dos menores de edad.
“Desde la captura de este sujeto se han desatado represalias violentas en Pascuales, tanto como respuesta a la acción policial como por disputas entre bandas rivales”, explicó Rodríguez.
Las historias de Cara de Perro y Nicky son apenas el reflejo de un colapso social que se expande por los márgenes de Guayaquil, según los expertos consultados, donde la violencia se ha vuelto parte del paisaje y la muerte, una rutina. Allí, donde el Estado no llega, el crimen se presenta como oportunidad.
“A estos chicos los vimos crecer. Eran parte de nuestro barrio. Ahora nos dan miedo. Entran y salen de la cárcel como si nada”, lamenta otra moradora. (AEB)
¿Quieres acceder a todo el contenido de calidad sin límites? ¡SUSCRÍBETE AQUÍ!