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Diario Extra Ecuador

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En Canoa hay personas que viven entre el calor y la fetidez

Aún hay damnificados por el terremoto que viven en carpas tras la tragedia. Muchos se han acostumbrado a las paredes endebles y la incomodidad.

Leonardo Jama ha  improvisado varios materiales para levantar su covacha.

Leonardo Jama ha improvisado varios materiales para levantar su covacha.Fotos: Jimmy Negrete

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La estadía en la carpa es insoportable. El plástico triplica el ardor del incinerante sol de Canoa y dentro de la lona azul se concentra la fetidez que emana una bacinilla, pero a María Josefina Jama poco le importa.

El peso de sus 95 años ha limitado sus movimientos y ha abreviado sus palabras. No obstante, la lucidez le llega de golpe con una carga de nostalgia, cuando no está en su casa. Llora y pide que la lleven allí.

Su hija Rosa sabe que es inútil discutirle, por ello ha puesto una cama y el bacín dentro del toldo de plástico, que desde hace un año reemplaza a la vivienda de la abuelita que se destruyó en el terremoto.

Rosa deja que María Josefina pase allí la noche, aunque describe esa forma de vivir como inaceptable, pero durante el día la lleva a su vivienda para evitarle el bochorno matutino del balneario, donde varias personas aún viven en carpas.

Silvia Andrade ya hasta se acostumbró. Dentro de un espacio similar al de María Josefina tiene una cocineta, un tanque de gas, una cómoda, una cama de dos plazas, una litera, ropa apilada en cartones y hasta una mesa donde sus dos hijos, de cinco y tres años, juegan o hacen sus tareas.

En el lugar no hay espacio siquiera para ‘pasar la escoba’ con comodidad. Apenas puede pararse frente a las ollas que reposan humeantes en las hornillas que están junto a las camas. El vapor de la sopa serpentea dentro y perfuma sábanas, almohadas, ropa e impregna de especias cada rincón de la vivienda que se bambolea con el viento.

El agobio los abraza, pero esa carpa es mejor que los plásticos que los cobijaron durante los dos primeros meses.

Se cubren con lo que sea

Leonardo Jama añora uno de esos toldos azules. Su familia, de más de 17 integrantes, es la última refugiada tras el cementerio de la parroquia de San Vicente.

Su hogar es una maraña de plásticos, cañas, sacos, tapillas de colas, hojas de zinc y todo lo que pueda ser útil para resguardarse del frío, el calor o la lluvia.

Todos se distribuyen en tres covachas remendadas, cuyos materiales se reemplazan conforme se tuestan con el sol o se pudren con el agua.

Gallineros improvisados y cordeles cubiertos de ropa completan el ‘vecindario’ donde corretean más de seis niños. La menor de todas es Andrea Guadalupe, que “fue hecha con todo el remezón”, bromea Leonardo.

La bebita tiene dos meses de nacida y a los tres días de salir del vientre de su mamá Jéssica, de 15 años, fue a cobijarse entre materiales de reciclaje. Los pequeñitos son las víctimas más débiles de los mosquitos, la falta de salubridad, las temperaturas altas y la brisa marina que no tiene piedad de las endebles estructuras que llaman hogar.

Por ellos, Leonardo cuenta los días para tener un techo que no se mueva con el viento y bajo el cual poder tener el sueño reparador que no concilia desde hace un año.

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