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“Nos vemos, extraña” o la historia de cuando salí con el exesposo de una pariente

Todo empezó en un centro de intravenosas, cuando me senté al lado de un “extraño” del que nunca supe la edad.

Fue el día después de mi cumpleaños. Todos los años al soplar las velas, en vez de pedir un deseo, me hago una promesa. La de este año: abrirme a las posibilidades que “el universo” (según Mia Astral y los libros de autoayuda) me presente. Me peino en la peluquería, me pongo un jumper color rojo sangre y tacones altos. Es el primer día de mis veintiséis años y me siento imparable.

Hay un centro de intravenosas (IV) al lado de mi oficina que ofrece sueros de última moda: para hidratación, energía, chuchaqui... Y a pesar de no ser ni fit ni saludable, decido probar. Abrirme a las posibilidades.

Pasó en mi segunda sesión. Llegué con ansias de sentarme en el sillón frente al cuadro de mandala. La vez anterior, sus giros color púrpura y turquesa me hipnotizaron hasta la inconsciencia mientras el suero entraba, gota a gota, a mi cuerpo.

O tal vez fue porque no tomé café ese día. Diciembre siempre es un mes agotador.

Entro y me dirigen hacia la sala de los sueros. Una anciana está sentada en la esquina, con el brazo derecho apoyado en una almohada de terciopelo púrpura, su vena conectada a una bolsa naranja, que cuelga encima de ella. El goteo de la IV viaja desde su contenedor al cable, y del cable a sus venas, inyectándola con juventud.

Dos sillas a la derecha está mi asiento. Y está ocupado. El usurpador lleva gorra, es delgado y debe tener unos 40 años. Me sonríe cuando entro. Le devuelvo una sonrisa fingida y me dirijo al asiento en la esquina más alejada.

¿Han visto cómo nunca nos sentamos al lado de extraños?

Es una regla tácita. Tal vez tengamos miedo de invadir su espacio personal, de acercarnos demasiado. Tal vez deberíamos estarlo.

“No te sientes ahí, ese es el peor lugar”, dice el desconocido. Miro alrededor. Todos los sofás son iguales. Excepto el suyo, el de la mandala.

“Estás justo frente al aire acondicionado. Te vas a congelar.”

Tiene razón. En esta ciudad, el aire acondicionado es tan vital como las paredes. Sin él, nos fundiríamos en un charco de sudor y músculo líquido.

Me siento en el sillón a su lado y conversamos. Me cuenta que vivió en India por 10 años. Yo, apasionada del yoga, pido detalles.

Hablamos de su filosofía, costumbres, de las diferencias culturales entre oriente y occidente. En él reconozco un alma aventurera, afín a la mía. Me cuenta de su divorcio. Yo le cuento de mi trabajo como locutora de radio. En ningún momento apartamos la mirada. Intercambiamos números. Su suero se acaba, y me dice:

“Nos vemos, extraña”.

Salgo del centro de salud con las mejillas doliéndome por sonreír.

Creo que fue ahí, por primera vez en mi vida, que me sentí atractiva. Por primera vez me sentí como la protagonista del libro, en vez del personaje que te olvidas al pasar la página. “La chica del jumper rojo”. “La que conocí en el centro de sueros”. Es un meet cute mejor que inventado. Y lo sé, sé que no me debería sentir atractiva solo por llamarle la atención a un hombre. Pero es la verdad. Es algo que no había sentido antes.

Conversamos por mensajes, me identifica como “una extraña”. Le pregunto si le parezco rara, y me dice “No rara, extraña. No eres convencional. Me gusta eso de ti”.

Tal vez en otro momento hubiera reconocido eso por lo que era: una frase prefabricada. Un cliché de comedia romántica. Pero en ese instante me pareció encantador. Me pareció alguien que podría realmente llegar a conocerme, o que ya lo estaba haciendo.

Tenía que abrirme a las posibilidades. La edad es solo un número, me repetía. Si no era problema para Mia Astral, ¿por qué iba a serlo para mí? Soy una adulta, ¿verdad? No tiene nada de malo.

La primera vez que salimos, no le cuento a mis papás. Me recoge en mi oficina y salimos a comer a un restaurante. Es el último jueves del año. Hablamos largo y profundo. Le cuento que no puedo tomar alcohol. Él me cuenta que hace unos años tuvo cáncer y tampoco debería. Me deja en la oficina, trata de darme un beso y lo esquivo. Le doy uno en la mejilla.

A lo que llego a mi casa, me llega un mensaje: “La próxima brindamos con agua mineral”.

Llamo a mi mejor amiga y nos pasamos horas hablando de las posibilidades. Ante mis dudas, me saca un repertorio de 10 relaciones con diferencia de edad que han funcionado. “La edad es solo un número,” me dice.

“Pero la próxima pregúntale cuántos años tiene. Solo para saber.”

Llega fin de año y seguimos hablando. Estoy en la playa, y cuando me pregunta si hace sol, le envío una foto de mi hombro bronceado. Me siento empoderada, atractiva. Me desea un “feliz año, extraña”.

El primer día del nuevo año, me llega un: “Hoy hace un solazo. Me debes otra foto para ver que te estás cuidando esa piel de bebé”. Le contesto con un “jajaja” que espero disimule mi incomodidad y le cambio de tema a la fiesta de la noche anterior. Me llama una “romántica de la vida”, y con una sonrisa le envío screenshots a mi mejor amiga. Cuando ve el comentario de piel de bebé se ríe: “De ley está acostumbrado a las arrugas”.

La semana siguiente me dice que ha invitado unos amigos a su casa. Quiere que vaya, para conocerlos y “arrancar bien el 2018”. Pongo la excusa de una reunión de trabajo. Es muy rápido.

Me insiste con la promesa de cocteles sin alcohol, de yo te regreso si necesitas, de mis amigos llegan tarde, cae a cualquier hora.

No sabía qué pensar de su insistencia después de habernos visto en persona solo dos veces. ¿Acaso era emoción? ¿O era para alardearse de salir con una veinteañera?

El sábado me recoge en mi casa para ir al cine. Todo está calculado, menos un detalle: llaman del lobby de mi edificio para anunciarlo. No alcanzo a interceptar el teléfono y contesta mi mamá. Me asomo al cuarto, vestida para salir y le digo: “Es para mí”, y salgo casi corriendo.

“¿Quién es?” me pregunta ella.

“Un amigo,” contesto, y cierro la puerta detrás mío.

En el cine, me acaricia el brazo y me coge la mano. Pongo mi cabeza en su hombro. Se siente bien.

“Me encanta tu piel,” me dice. Me acuerdo del comentario de mi amiga sobre las arrugas. No sé si es chistoso o extraño.

Al regreso, en el carro, me acuerdo de preguntar: “¿Cuántos años tienes?”

“¿Cuántos crees?” es la respuesta. Le digo mi cálculo inicial. Se ríe y no contesta. Lo dejo ir. Cambiamos de tema.

Paramos en mi casa, y esta vez nos besamos. Es un beso tímido, suave.

Al día siguiente bajo a desayunar. Mis padres ya están sentados en el mesón de la cocina. Ni bien me siento, mi mamá dispara: “Ya sé quién es tu amigo”.

Por supuesto. Guayaquil es tan chiquito que en menos de 8 horas mi madre ya había conseguido que sus pajaritos le averigüen todo sobre este hombre.

“Es divorciado,” comienza. Le digo que sí, sí me dijo. “Y tiene un hijo, ¿si sabías? Como de 13 años”. Eso no lo sabía. Me había contado del cáncer y del divorcio, pero no del niño. “Claro que sí” respondo, y me meto un bocado de huevos revueltos.

“¿Y también sabes que la exesposa es pariente nuestra? Por eso me sonaba su nombre. Ella estuvo con él cuando se enfermó, parece que querían volver...”

Cuando digo que Guayaquil es chiquito, es que es DIMINUTO.

“Y es mayor,” continúa. Esto solo hace que me ponga de mal humor. “Sí, ya sé que es mayor. Tiene como 40.” Mi mamá chasquea la lengua: “No, mi amor. Tiene la edad de tu tía, porque era del mismo grupo de solteros que ella. Aunque sí me han dicho que es comeaños”.

Mi tía tiene 55 años.

55.

50. Y 5.

Casi escupo el revoltillo. Repaso todas las señales. La insistencia de que conozca a sus amigos. El hijo de 13 años. Los 10 años en la India. Los 5 años de enfermedad.

La “piel de bebé”.

Qué hijueputa.

Pienso en las caricias, el beso de la noche anterior y se me eriza la piel.

Lo evito por una semana. Cuando me pregunta si todo está bien, quiero ignorarlo, decir que estoy ocupada. Pero decido ser madura. Una adulta.

“No creo que sea buena idea seguir hablando.”

“¿En serio? Respeto lo que me digas, aunque me da mucha pena”. Con eso suelto un suspiro. Menos mal. Así lidian con estos temas los adultos.

“¿Volviste con un ex?” pregunta y yo me río, porque no existe tal cosa. “No, no es eso. Creo que es la diferencia de edad. Pensé que lo podía manejar, pero no. Gracias por entender”.

Y yo aquí daba el tema por concluido. Sin prevenir que lo peor, lo absolutamente peor que le puedes decir a un hombre es algo que afecte su ego.

“Ni siquiera sabes cuántos años tengo. Qué mala. Dime la verdad, es por un pelado”.

Debería haber mentido y decirle que sí. Pero me pudo la curiosidad: “¿Entonces cuántos tienes?”

Otra vez esquiva la pregunta. “Qué mala. ¿En serio me veo muy viejo?” Me empieza hablar de mis labios dulces, ojos locos, mi piel, NUEVAMENTE CON LA FUCKING PIEL.

Le digo que prefiero dejarlo aquí no más y me tacha de “superficial” por fijarme solo en la edad. Cuando sigue sin decirme la suya.

Pasan tres días.

“Ya creo que sé lo que ha pasado. ¿Puedo verte y hablamos?” Le digo que me diga por mensajes y no me contesta.

Al día siguiente: “Te invito a ponernos un suero juntos y hablamos”. Emoji de corazoncitos.

No he vuelto a pisar el centro de intravenosas.