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Cómo hacer las paces con un cuerpo que sangra cada mes

Le di anticonceptivos a mi cuerpo por casi 5 años sin parar. Objetivo logrado: un lustro más sobreviviendo sin un futuro ingeniero. Felicidad. Al menos para una persona como yo, que no quiere una bendición en su vida, por ahora

Le di anticonceptivos a mi cuerpo por casi 5 años sin parar. Objetivo logrado: un lustro más sobreviviendo sin un futuro ingeniero. Felicidad. Al menos para una persona como yo, que no quiere una bendición en su vida, por ahora.

Pero también fueron meses de sedar a mi cuerpo.

El primer año fue una montaña rusa. Llantos de felicidad. Histeria. Incomprensión total de mis sentimientos. Lágrimas sin sentido en el supermercado, en medio de las frutas y legumbres. Alegría repentina. Furia incontrolable. Una fiesta de hormonas que estaba entregando a mi organismo.

Luego del primer aniversario con pastillas todo se había regulado. Tener sexo con tu pareja sin barreras de látex y sin la posibilidad de un bebé en camino es sinónimo de libertad. Es placer, tranquilidad, paz mental, goce total.

Incluso había algunos beneficios adicionales: menos acné, un pelo mucho más sano y capaz de crecer más rápido y sobre todo, una menstruación que se iba diluyendo.

Eran —literalmente— gotitas de alivio que solo asomaban con elegancia para anunciar un mes más libre de hijos. Chao detestables cólicos, adiós toallas sanitarias capaces de protagonizar la próxima película de Tarantino. Hola a hacer ejercicio con seguridad en esos días, a dormir sin temor a despertar encima de una escena gore.

Mi útero se convirtió en un gotero que funcionaba en modo avión.

Pero una madrugada, otra parte de mi cuerpo despertaba con vehemencia mientras mi matriz parecía dormir. A patadas, un órgano me levantaba cuatro años y 6 meses después de empezar a ingerir anticonceptivos, provocándome llantos, gritos y una ida a emergencias. Luego de los exámenes supe que se trataba de la vesícula, tenía un inquilino: un pequeño cálculo que había decidido anunciar su presencia.

Todos —médicos y no médicos, homeópatas y chismosos— tienen una opinión sobre lo que debo hacer al respecto, algunos con y otros sin una intervención quirúrgica. Pero había una cosa que todos tienen clara: había que cambiar la dieta y —obviamente— suprimir el consumo de la píldora. Ese diminuto comprimido mágico, de hecho, podría haber sido el causante de que esa calcificación se haya acumulado dentro de ese pequeño órgano que produce la bilis.

Desde ese día no volví a tomar anticonceptivos. De hecho, no puedo volver a tomarlos nunca más. Ahora, esa llave de paso que había cerrado de mi útero al mundo, está abierta de nuevo. Este es el segundo mes que la menstruación llega como antes, sin filtros, sin edulcorantes, sin cuentagotas, sin pastillas.

Los cólicos volvieron junto con los granos que anuncian la llegada de la marea roja. Regresaron los antojos de dulce en esos días, el dolor, los cambios de humor, la incomodidad al dormir, la sensación de que las caderas se abren y el asco de ver mi propia sangre, como si se tratara de algo ajeno a mí.

Son apenas unos sesenta días, dos reglas. Pero es el recordatorio de que soy humana y de que debo aprender a amar mi sangre, esa que está ahí para que, el día que yo lo decida, pueda traer vida al mundo. Este es mi cuerpo, mi refugio, el que he aprendido a amar, con subidas y bajadas de peso, con diferentes largos de pelo, con estrías, con celulitis, con los cinco centímetros más que siempre quise y nunca tuve. Este es mi cuerpo y ahora debo amarlo con sangre.