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No soy caballero, pero siempre olvido

En una familia donde la mala memoria prevalece, una joven habla sobre lo que signifca la posibilidad de ser olvidada por su propia abuela.

Imagen Ilustración CPatiño JPG
Ilustración: Gabriela Romero (@onedoodleperday)

Mi mala memoria y mi distracción son componentes perfectos para convertirme en una persona a veces cómica, pero mayormente insoportable.

No sé la edad de mi mamá o hermano (a veces, tampoco la mía); olvidé la fecha en que conocí a mi novio; fallo al intentar recordar los cumpleaños de mis amigas; y soy la persona horrible que en el trabajo pide a sus compañeros que le envíen un correo “porque si no, me olvido”. Probablemente te ofreceré un dulce, olvidando siempre que eres alérgico a la nuez. Capaz así hasta te mate.

Soy un ser humano funcional, pero con un poco de ineptitud social. Nunca sabré de dónde salió la distracción, pero la mala memoria es un regalo intangible que me dio la herencia. Mi abuela y mis tías son así y, en menor medida, mi madre. Soy descendiente de un linaje largo de mujeres olvidadizas que buscan, de alguna u otra forma, palear este defecto con algún mecanismo de la época. Esto es lo que somos y tenemos que cargar con ello.

El olvido siempre ha sido una constante en nuestras vidas. Mi abuela, una señora de cabello blanquísimo, siempre vestida con batas que huelen rico, sonreiría porque ella más que cualquier otra persona ha sido testigo de eso. Siempre ha sido jefa en la casa y, dentro de nuestro matriarcado, su palabra es ley.

Sus hijas han sido el arma que encontró para combatir el olvido bajo la orden de “hazme acuerdo” porque, por sus orígenes, no sabe escribir muy bien. Es por eso que nadie sospechó nada cuando olvidó dónde había dejado las llaves, dónde le había dicho una de sus hijas que iría hoy o qué había sido de la ‘chauchera’ que había dejado aquí, aquí mismo en la mesa.

Nadie nunca se inmutó, incluso, cuando olvidó qué estaba diciendo o qué había almorzado ese día. Ninguna alarma sonó cuando no supo contestar en qué día de la semana estábamos. Es que todas las mujeres de mi casa somos así, olvidadizas. Es que las viejitas son así, distraídas.

Coincidentemente, no recuerdo cómo, encontré sesiones de musicoterapia para mi abuela. Decidí llevarla junto con mi madre para que, de alguna manera, retardemos los olvidos un poco más caóticos que trae consigo la vejez. En la primera sesión, al conversar con la terapeuta, nos dimos cuenta de que tampoco recordaba el nombre de mi abuelo, de su hijo, en qué mes estábamos o el año. Empezamos a hacer las sesiones lo más regulares posibles.

En la última sesión nos recomendaron buscar ayuda de un neurólogo. Posibilidad de Alzheimer, fueron las palabras.

El olvido, que hasta ese entonces había sido un animalito torpe que nos acechaba a todas, se había convertido en algo mucho más grande y que no sabemos domar. Ahora se había convertido en algo más bien sigiloso que no habíamos sabido detectar.

Entonces, heme aquí, escribiendo esto y teniéndole mucho miedo al olvido. Escribiéndole esto, también, a un improbable dios inventado para que mi abuelita no se olvide también de mí.