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Buena Vida

En el baile descubrió su propio placer

Antes de convertirse en estríper de fiestas privadas, la mayoría de relaciones amorosas que tuvo siempre estuvieron incompletas. Cada vez que está sobre el escenario, todos sus problemas y dolores desaparecen y le encuentra más sentido a su erotismo.

Imagen luz
Es muy meticulosa para escoger sus atuendos en sus presentaciones.Gerardo Menoscal

Su virginidad le estorbaba, la hacía sentir inculta. Tenía 16 años y a esa edad, la mayoría de sus compañeras de colegio ya habían tenido sexo. Mathilda recién empezaba una relación de besos y abrazos con su primer novio.

Fue una noche. No aguantó más y congeló al muchacho con una propuesta ardiente. “Tengamos sexo”, le lanzó como una cachetada que lo dejó atontado.

No terminaba de reaccionar cuando ella ya estaba desnuda. Todo lo había preparado sin descuidar ningún detalle. Tenía condones en la mochila, escogió la lencería más bonita y había depilado cada vello recién nacido de su cuerpo delgado y de apariencia infantil.

Sus lentes y la uniceja, que no tenía fin en ceño, la hacían lucir extraña, como ella misma se describe. Pero no sabe explicar cómo aquella rareza despertaba el morbo en algunos hombres.

A Mathilda, el sexo siempre le ha dado igual, sobre todo después de ser desflorada. “Yo lo hice más por curiosidad, para descubrir qué era el sexo realmente. Nunca fue nada ligado al amor”, recita con la misma frialdad con la que atizaba el fuego de sus parejas sexuales.

A pesar de eso, la sensualidad es algo que está tan adherido a ella como un perfume que nunca se evapora. Y hace unos meses descubrió en su propia desnudez una forma de liberarse.

Tiene 26 años, es modelo y se había quedado sin trabajo. La oportunidad de combinar su pasión por el baile con el erotismo que despedía de su cuerpo tocó a su puerta.

Una amiga que laboraba como estríper en un club nocturno de Guayaquil le sugirió que danzara en despedidas de soltero, en fiestas privadas. Al principio rechazó la idea, pero por curiosidad la acompañó a su trabajo.

Lo que vio le encantó. Sentía que podía fusionar las lecciones de ballet y baile contemporáneo que recibió en su niñez y adolescencia, para crear un show que llevara su marca personal. Así nació Mathilda.

Sin planificarlo, durante su primera presentación se atavió con unos shorts negros, camiseta a rayas, un collar y botines. Esto, acompañado de su delgadez, pechos inexistentes y cabello corto, la convertían en una copia exacta del personaje que interpretó Natalie Portman en la película francesa ‘El profesional’.

“Terminé quitándome la ropa, aunque tenía mucha vergüenza porque tengo senos pequeños y el cuerpo de una niña de 14 años”.

Lo recuerda con claridad. Sus ojos brillan más que las lentejuelas de su chaqueta. Apenas empezó a sonar ‘Smooth Criminal’, canción de Michael Jackson que escogió para estrenarse en el mundo del baile erótico, el público desapareció. Era como si nadie estuviese en aquella sala.

Sus enormes pestañas naturales caen y regresa a aquella noche. Se imaginó que estaba parada sobre un escenario, como de un concurso de baile. Sentía que cuando terminara le iban a dar un trofeo. Afuera, los hombres la miran embelesados, pero ella no los notaba.

Con cada prenda, también caían al piso sus dolores, sus dudas, sus problemas, sus temores. Nunca antes había sentido tanta libertad que con su piel al descubierto.

El tiempo se detuvo y los aplausos que reventaban en sus oídos fueron un despertador que la sacaron de su sueño. “¡Mathilda, Mathilda, Mathilda...!”, le gritaban encantados.

La sensualidad había tomado otro matiz para ella, uno más artístico, uno más cercano a su alma. En el baile descubrió su propio gozo. No recuerda otro momento más placentero. Salvo tal vez, el día en que descubrió lo que era el clímax, casi 10 años después de haber perdido su virginidad.

La curiosidad

Siempre fue curiosa y su cama cobijó a ese afán por saberlo todo. Sus sentidos probaron todas las texturas, sabores, colores y olores masculinos y femeninos. Sin embargo, hasta los 25, nunca se había ahogado en la humedad de un orgasmo.

Fue un gringo, de 45 o tal vez 50 años, el que le mostró el camino hacia el placer. La lengua que los separaba, también los unió en el clímax más intenso. Lo llevó a su cama y él la alejó de la costumbre de dominarlo todo.

El extranjero tomó la iniciativa y bajó su boca hasta la entrepierna de Mathilda. Fue todo. La hizo estallar y trató de incorporarse lo más rápido que pudo. Se sentía feliz, pero también avergonzada, en deuda con él. Estaba acostumbrada a que otros se desplomaran de placer sobre su cuerpo y no que ella se quedara sin aliento.

“It’s ok, It’s ok.. mmm Está bien”, le dijo, corrigiendo el inglés por un español desmenuzado. Aún con el cuerpo temblando, dejó que su compañero terminara de complacerse. “Ahí sentí que había estado equivocada toda mi vida. Sentí que había hecho feliz a todo el mundo y no me había sentido feliz yo”.

Tabú

No obstante, no se arrepiente. Cree que el tabú que salpica al sexo es el culpable de que muchos no lo disfruten como el acto natural y hermoso que es, reflexiona. Incluyéndola a ella, que no volvió a sentir deleite igual sino tiempo después, en los brazos de una mujer.

No le gustan las etiquetas, aunque luego de enredarse en las sábanas de aquella chica, se taladró la cabeza pensando que era lesbiana. La confusión radicaba en que a ella le seguían gustando los hombres, incluso mucho más que las mujeres.

“Yo tuve una novia, pero no me gustan las mujeres. No veo lo que hay entre las piernas de las personas, para tener una relación. No importa si es hombre o mujer, sino el ser. Me gusta si es culta, si es amable, si es cortés y es original”, trata de explicar algo que para ella es tan simple, que resulta complicado.

A Mathilda no la seducen los genitales, sino los dientes, la estructura ósea, el cabello, las manos, la limpieza, el aroma, si es atracción física. Por eso se enganchó con aquella joven que la hizo probar distintas emociones.

Sabe que puede ser juzgada como alguien anormal o pervertida, pero todo eso se queda fuera de la burbuja en la que asegura vivir.

Ha tenido que blindarse, porque como bailarina erótica le han llegado propuestas para tener sexo a cambio de dinero. Ella no juzga ninguna clase de trabajo, pero es un terreno que preferiría no pisar.

La intimidad entre dos personas la sigue viendo como algo sagrado y con lo cual puede hacer feliz a alguien más, pero no porque le resulte rentable. Incluso, sacrificando su propio disfrute.

Reconoce que le da ternura cuando, jadeantes sobre su cuerpo empapado de sudor, sus amantes se han vanagloriado de sus sesiones sexuales y ella no ha sentido ningún cosquilleo.

“Pero me hace feliz que sean felices. No quiero que me recuerden como un ícono sexual o como la que mejor hizo un ‘blowjob’ (sexo oral), quiero ser recordada porque hice algo bueno por alguien”.