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Diario Extra Ecuador

Buena Vida

Un ‘doble’ de Ricardo Arjona canta en Guayaquil

Un músico porteño sale adelante gracias a su parecido con el cantante, al que admira. Se siente satisfecho cuando, en buses y restaurantes, le muestran el amor o el rechazo que profesan al artista internacional.

Luis Guillén saca adelante a su familia cantando en buses y restaurantes porteños.

Luis Guillén saca adelante a su familia cantando en buses y restaurantes porteños.Christian Vásconez / Extra

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El viernes 21 de julio, Ricardo Arjona, el flaco guatemalteco de 53 años, ojos rasgados y barba desaliñada, pisaba suelo cuencano. La noche siguiente, cantaría los temas de su gira ‘Circo Soledad’ por dos horas y quince minutos, en el estadio Alejandro Serrano Aguilar.

El mismo viernes, Luis Guillén Canales, de 35 años, se sacaba su gorro de lana gris y sus gafas, que exageran los rasgos que comparte con Arjona, porque debía recoger a su hijo mayor en la escuela vespertina. Como todos los días, hubo comida en la mesa porque Luis se viste como el artista, sonríe como él e interpreta sus canciones.

“Siempre soñé con ser músico”, comenta Luis a EXTRA, a modo de introducción. Intuye que esa pasión se debe a que fue amamantado sobre la tarima de una orquesta en Salitre. Su padre era el guitarrista, tecladista y vocalista que amansaba a multitudes en las fiestas del pueblo hasta que llegaron los dj o “los verdugos de las orquestas”, como prefiere llamarlos. Así fue como el patriarca de los Guillén sepultó su carrera musical y depositó sus esperanzas en Luis, quien, al igual que Arjona, recibió lecciones de guitarra y piano de su “viejo” antes de cumplir 10 años.

“No me aprendía las lecciones de Ciencias Naturales en la escuela, pero con solo escuchar dos veces un casete ya me sabía las letras”, presume Luis sobre aquellos días de su debut infantil a bordo de las lanchas que cruzaban el río entre Guayaquil y Durán. Con un parlante cargado de pistas de Pedrito Fernández –y siempre en la popa de la lancha–, solía entretener a los pasajeros, un tropel de obreros cansados tras un duro día de trabajo.

Si gastaba las tardes de colegio cantando, no es extraño que la carrera colegial de Luis no fuese muy brillante. Antes de graduarse, ya era el vocalista de una orquesta tropical llamada Son de Barrio y desechó la idea de entrar a la universidad. “¿Para qué, si soy músico?”, reflexiona con una pregunta que, en el fondo, esconde su propia respuesta.

Eran los años noventa en Guayaquil y Luis interpretaba su repertorio de baladas en las calles y reuniones familiares. Como a su padre, lo sedujeron el cigarrillo y el trago. Alguna vez coló, entre los de Christian Castro y Emmanuel, los versos de ‘Te conozco’. Una mirada sobria entre el público, a menudo ebrio, distinguió en Luis una voz de barítono parecida a la de Arjona que, en ese tiempo, estrenaba su quinto álbum de estudio, ‘Historias’.

“Si hasta antes de esa noche tenía diez contratos al año, a partir de entonces tuve cien”, matiza Luis. Lo dice como si su vínculo con Arjona fuera una casualidad. Entonces le pregunto si es un fan, por aquello de que la imitación es una forma de admiración: “Me gustan sus letras, sobre todo sus letras... Mi canción favorita es ‘Pingüinos en la cama’”.

El mismo look

Más que un performance exitoso, ejecuta una transfiguración. El collar de cuentas, la barba desaliñada, el chaleco y los zapatos desgastados que el flaco de Guatemala patentó desde ‘Santo pecado’ son parte del look de Luis, incluso cuando no está cantando en restaurantes y buses.

Y uno no sabe hasta qué punto el público usa a Luis como una imagen del verdadero Arjona, a la que se puede ver de cerca y con la que se puede tararear las mismas canciones a cambio de unas monedas. Este 25 de julio, cuando el más famoso de los dos llegó a Quito, Luis aprovechó el ambiente para recorrer los restaurantes de la Benjamín Carrión, en la duodécima etapa de la Alborada, entonando ‘Historia de taxi’.

Luis entra en escena sin teloneros. Desde lejos le hace un gesto al administrador del restaurante para que silencie el vídeo de merengue que se reproduce en un televisor. En lugar de cámara de humo, tiene el vapor picante del encebollado y con un control remoto que guarda en el canguro enciende la pista: “Eran las 10 de la noche, pilotaba mi nave”.

El ecuatoriano se desplaza sin apuros por el escenario. Se toma licencias, como Arjona, con las letras de las canciones –dice “una morena preciosa, llevaba minifalda”–, que no disgustan a sus espectadores. Sazona su presentación con arengas arjonianas como “viene, viene”.

Una rubia perfumada le da 5 dólares y le pide una foto. Dos jóvenes con signos de resaca le regalan dos monedas de 50 centavos, una pelirroja que mueve los brazos como si estuviera en un concierto privado le pone en la mano tres dólares...

En un día bueno, Luis recolecta hasta 40 ‘latas’ actuando en un par de restaurantes. Si la suerte lo esquiva, recurre a los buses, donde puede conseguir hasta 20. Esta vez recibe 19 dólares por dos canciones en la Benjamín Carrión y agarra su parlante para caminar hacia el paradero.

“Mi esposa no trabaja porque mantengo mi casa cantando. Ella cuida a mis dos hijos y trabajo hasta el mediodía”, subraya satisfecho. Revela que participó en un popular reality de imitadores y que fue seleccionado, pero cuando le propusieron establecerse en Quito tuvo que declinar la oferta: “Si no estoy cantando, ¿quién da de comer a mis hijos?”.

En el bus

A lo lejos, divisa el bus de la línea 121. Es la unidad que lo llevará a la Martha de Roldós, donde lo esperan su mujer, que sube sus presentaciones a su canal de YouTube, y sus hijos de 14 y 10 años, que ya saben tocar la guitarra.

El conductor lo invita a subir con un gesto y enseguida frena a sus pies. “¡Arjona!”, le grita a manera de saludo y no le cobra el pasaje. Luis saluda como un artista a su audiencia, un tanto apática, y suenan las notas de ‘El problema’. Un joven de gorra color café se cambia de asiento.

Venerado y maltratado, el verdadero Arjona asume los efectos de su pasión. Luis se avergüenza de sus composiciones propias y prefiere lidiar con el amor y el odio que genera la pasión del otro. A veces le muestran también su rechazo y Luis siente que comprende más que nadie a la estrella. “Creo que envidia hay en todas partes. Por envidia a mí me golpearon hasta mandarme al hospital hace cuatro meses”, atestigua.

Cree que lo envidian no solo por los rasgos físicos de Arjona que ha sabido explotar, sino por la suerte que ambos comparten –con las obvias diferencias financieras– de ser valorados por el público. “La gente sí aprecia el talento. Canto en los restaurantes y me salen contratos, no tengo que chantajear a los pasajeros para que me den dinero”, resalta.

Luce relajado, como quien hace lo que sabe y siente, y no como un imitador que teme arruinar la magia con destellos de realidad. Nadie intuye que Luis jamás ha podido pagar una entrada para un concierto de Ricardo Arjona en Guayaquil, como el que realizará este sábado 29 de julio, y que aprendió cada mueca de él hasta hacerla suya, gracias a cientos de vídeos de sus presentaciones en vivo, siguiendo de cerca cada nuevo lanzamiento, adaptando sus estrategias a las de él.

Nadie conoce su nombre, porque ese fue el precio que pagó por cumplir su sueño y el de su padre: vivir cantando.

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