Deportes
Titanes a medio tiempo
Desde hace una década, tres porteños reparten sus días entre el trabajo y la lucha libre. Aunque actualmente este deporte tiene pocos seguidores en Ecuador, ellos seguirán peleando.

Antonio Garcerant (abajo) viajó a Quito para enfrentarse al panameño ‘Kárkamo’.
No conocía a nadie en Cumandá, pero unas mil personas coreaban su nombre en las gradas. “¡‘Ryder’! ¡‘Ryder’! ¡Que salga ‘Ryder’!”.
El coliseo del pequeño pueblo chimboracense se sacudía entero. Las paredes a duras penas contenían el ensordecedor eco de los aplausos y vítores de hombres, mujeres y niños que, pese al inclemente frío del páramo, habían llegado a ver a los luchadores guayaquileños.
Entró al ring como un héroe. Allí no era Carlos Plaza, el asistente de bodega de una empresa, el estudiante de ingeniería, el hijo que se escabullía siendo adolescente para aprender a pelear. Era un guerrero, un ídolo de masas, ataviado con una camisa blanca al estilo Bruce Lee.
Combinó golpes al pecho, al estómago y piruetas con un tornillo elevado final desde las cuerdas, para doblegar a su contrincante en unos minutos. En ese instante, el público se volvió loco. Aquella noche, probó la gloria.
Doce años antes, cuando no lo llamaban ‘Ryder’, sino Carlitos, la pantalla del televisor le cambió la vida. La prendió por casualidad, por pasar la tarde, cuando vio a un hombre volar por los aires como si fuese un superhéroe. Ni los gritos furiosos de su madre lo sacaban de su éxtasis.
“Nunca lo voy a olvidar. Pasaban las luchas de la WWE y ‘Triple H’ era el que peleaba. Yo había hecho karate y taekwondo, pero nunca había visto nada parecido. No eran solo golpes, era arte. Ahí supe que yo quería aprender a hacer eso”, confiesa a EXTRA. Durante muchos años, no encontró un lugar donde practicar su deporte preferido.
Guayaquil ha tenido una relación inestable con la lucha libre. En los años sesenta, el Puerto Principal fue un bastión de campeones. ‘Takao’, ‘Cóndor Andino’ y ‘Monje Loco’ engalanaban las carteleras del antiguo Coliseo Cerrado (hoy Voltaire Paladines). Cientos de espectadores iban, semana tras semana, a verlos pelear.
En 1966, la ciudad incluso fue el cuadrilátero de ídolos de gran renombre: ‘el Santo’, ‘Huracán Ramírez’, ‘Cavernícola’... Aquellos combates sin cuartel sirvieron de escuela a los gladiadores guayacos. Pero sin mayor apoyo estatal y sin un sitio donde enseñar sus técnicas, el deporte cayó en el olvido.
No fue hasta el inicio del nuevo siglo cuando volvió, esta vez a través de las pantallas de la televisión nacional. Pero eran los luchadores gringos, no los mexicanos, los que cautivaban a los niños. Fue un arma de doble filo.
“Cuando la gente piensa en la lucha, se imagina a estos hombres con músculos hasta los dientes. Lo sé porque yo también lo hacía, pero el latino no es así”, asevera amargo ‘Ryder’.
El deporte intercala técnicas de combate con artes escénicas. Hay golpes sincronizados y también hay historias. Hay buenos, hay malos, hay rivalidades.
‘Ryder’ ha escuchado miles de críticas: que si fingen los golpes, que si todo es puro show. Pero no se deja apabullar. Esa es “la mejor cualidad” de un buen luchador: saber aceptar que, en este deporte, ninguna derrota es definitiva, que la revancha siempre está a la vuelta de la esquina.
El héroe
Golpear a ‘Pokarito’ era como soltar un puñete a un buque acorazado. Por mucho que le pegaran, no retrocedía ni un milímetro. Era el tipo más rudo al que ‘Tigre Guerrero’ se había enfrentado. En aquella enorme jaula de metal, no había escapatoria.
Afuera, cinco mil guadalajareños gritaban eufóricos. “¡Rómpele su madre! ¡Madréalo!”.
Había llegado a México un par de días antes, abrigado hasta el tuétano y con la máscara puesta. Estar en la meca de la lucha libre lo conmovía hasta las lágrimas.
Caminando sobre suelo azteca, recordó sus primeros años como luchador. Un chico de veintitantos, ávido de aprender, que había intercambiado sus conocimientos de preparación física para que los luchadores de antaño le enseñaran a dar los saltos y cabriolas que lo cautivaban.
Cambió de piel varias veces. Fue ‘Profesor X’, ‘Tigre Universitario’ y, finalmente, ‘Tigre Guerrero’. Para cuando llegó a Guadalajara, tenía 39 años.
“He vivido la lucha libre en Guayaquil de todas las maneras posibles. Luché cuando había academias, cuando ya no las hubo, cuando nuevamente abrieron, cuando volvieron a cerrar y ahora con Agresores INC, con los que nuevamente estamos empezando. Luché en patios, en terrazas, en pueblos, en todas partes”, sentencia.
No podía dejarlo, ni cuando se le rompió el tendón de Aquiles y debió permanecer alejado del ring durante un año.
Él nunca muestra el rostro. Incluso conoció al expresidente Rafael Correa con la máscara puesta. Le gusta mantener el enigma vigente. “Sacar la máscara a un luchador es como cortarle la cabeza”, asevera.
Mientras no está en el ring, se llama Ernesto y es profesor de Educación Física en una escuela. Se desternilla al recordar cómo algunos de sus alumnos se han tomado fotos con él en eventos, sin saber que bajo la tela dorada y azul se encontraba su maestro.
Aunque debido a su edad, tal vez no le queden muchos años en activo, espera continuar al pie de las cuerdas, ya no como héroe, sino como entrenador. “Me conformo con haber contribuido a que esta pasión continúe en el país”.
El villano
La lucha libre tiene buenos y malos. Antonio Garcerant nació para ser villano.
Antes de subir al ring se acuclilla. Es tarde de sábado y en el valle de los Chillos, Pichincha, corre un viento helado. Está a punto de enfrentarse a ‘Kárkamo’, un panameño enorme que ha llegado a la capital para disputarle el título de campeón.
Antes de salir, aumenta el volumen de la música y de los silbidos. Parece que está a punto de estallar una rebelión. Con las primeras notas de ‘Harvester of Sorrow’, de Metallica, Antonio se convierte en ‘Steve Coyote’, enojado, musculoso, cuyas botas hacen trinar las tablas que sostienen el cuadrilátero.
Este psicólogo, de 28 años, ha hecho de todo por la lucha. Ha peleado por un puñado de aplausos, en cuadriláteros improvisados; sus huesos y ligamentos han crujido bajo el cuerpo de sus oponentes... Varias veces pensó en abandonar, pero nunca pudo alejarse del deporte que probó a los 18.
“Le he dado diez años de mi vida a esto. Es más fácil preguntarme qué tengo sano, que qué no. Es un deporte ingrato. No tienes seguridad, tienes que sacrificar tu tiempo libre para entrenar. En Ecuador, es imposible dedicarse solo a esto sin tener que trabajar en algo más. El año pasado pensé en retirarme, estaba harto”, señala.
Pero los buenos recuerdos se impusieron a los malos. Como cuando corearon su nombre a viva voz en cuadriláteros de Perú y Colombia. Una vez llegó a enfrentarse a ‘Sabú’, un icono estadounidense de la marca WWE.
Antonio no solo es rudo en el ring, también lo es en la vida. Dicen que uno acaba como pelea. Y él piensa irse dando patadas elevadas.
“A la gente no le gusta lo que digo, pero soy sincero. En México hay rings que sientan a 17.000 personas. En Guayaquil, si vienen 20 es un éxito. Eso tiene que ver mucho con que no hay apoyo y con los egos que han rodeado al deporte”, subraya molesto.
Acto seguido, su tono de voz se suaviza cuando se le pregunta por qué continúa en el deporte. “Es que como la lucha libre no hay nada”, atestigua. Ni siquiera la derrota de hoy le hará desistir.
La llegada de ‘el Santo’
conmocionó a Guayaquil
Cuando visitó Guayaquil, en 1966, ‘el Santo’, ‘el Enmascarado de Plata’, era un ídolo. Para aquel entonces contaba con 25 años de carrera. Había protagonizado varias películas con las divas mexicanas más afamadas de la época, como Silvia Pinal, y sus historietas, en las que figuraba como noble defensor de los débiles, recorrían América Latina. El anuncio de su arribo a la ciudad, junto a una comitiva encabezada por otros tres luchadores de renombre, se esparció como un incendio. La acogida fue tal que las entradas para el espectáculo se agotaron en dos días y tuvo que organizarse un evento adicional. Los boletos llegaron a costar hasta sesenta sucres, un monto insólito para los shows de entretenimiento de aquellos años.