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Diario Extra Ecuador
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—¿La señora Caína Morejón?

—Mande...

—Le hablamos de la policía. ¿Conoce usted al señor Kevin Coello?

—¿Qué le pasó a mi marido?

—Será mejor que venga hasta el destacamento del norte. Lo hemos detenido.

—¿Qué?

—Se lo acusa de la muerte de la señorita Belanith Morejón. —Sus ojos se abrieron como un par de platos enormes cuando recibió la noticia.

—¿De mi hermana?

 

La pregunta quedó colgada porque no alcanzó a escuchar la respuesta. Su conciencia era un coche sin frenos que caía precipicio abajo.

En cuanto se recuperó del desmayo, Caína salió ‘soplada’ hasta la casa de la bruja del barrio.

—¡Zoila! ¡Ábreme rápido! ¡Zoila!

—¿Qué pasa? —respondió esta, antes de que la desesperada mujer empujara la puerta como un ventarrón de invierno.

—La Belanith se murió. ¡La matamos! —susurró en un grito ínfimo.

—¡Habla bien, pelada! ¿No la querías lejos? Ya está lejos.

—¡Pero no así! Y están echándole la culpa al Kevin.

Y el silenció se apoderó de ambas.

Meses antes...

Apenas una semana atrás, Zoila había llegado al sector como caída del cielo. O como sacada del infierno.

Nadie más que Caína le hablaba porque para los demás era “muy extraña”.

No es que se vistiera mal, porque siempre llevaba jeans y camisetas apretadas como cualquier otra mujer de la localidad, sino que su mirada traspasaba a las personas como una espada, provocando el espanto de quien se atreviera a sostenerle la vista.

 

—Caína, no me gusta que andes de arriba pa’ bajo con esa chica. La gente dice que es rara, que en su casa pasan cosas oscuras.

—¡Ay, mamá! A usted le encanta andar de chismosa y de metida. No sea ‘sapa’. Lo mismo han de decir de esta casa, sobre todo cuando llega la pu... de su hija.

—¡No te permito que llames así a tu hermana!

—¿Cómo es posible que la defiendas después de lo que me hizo? —soltó encolerizada, al punto de que su barbilla temblaba por la ira.

 

Desde hacía trece días, Caína solo reconocía a dos de sus tres hermanas. La otra había muerto para ella y por más que Silvia intentara convencerla de que se sobrepusiera a la traición, su hija no estaba dispuesta a cambiar de parecer.

 

—Una cosa es aguantarle que solo sepa abrir las piernas para ganar dinero, pero la muy maldita ni siquiera pudo respetar que el Kevin fuera mi hombre. ¿O crees que ya me olvidé de lo que vi esa tarde, antes de que la muy perra se lo llevara? —le espetó Caína.

 

Y sin despedirse, se marchó. Estaba tan cabreada que casi desgonza la frágil puerta de tablones de puro coraje.

Al llegar a su casa, hurgó en el bolsillo de su pantalón y sacó un collar que brillaba tanto como lo cutre que lucía. También se levantó la blusa y dejó caer sobre la cama una foto que ágilmente había tomado de la casa de su madre. Cogió unas tijeras y separó a Belanith de la gráfica.

Luego rebuscó los cajones hasta que encontró una bividí raída que había olvidado su marido. Aún olía a él. Guardó las tres cosas en una funda negra y siguió el camino que ya sabía de memoria.

 

—Zoila, ábreme rápido. Soy yo. Ya tengo lo que me pediste.

 

La pequeña casa de caña no lucía muy diferente a las otras del barrio. Pero su interior era de otro mundo.

Sobre una mesa de plástico reposaban unas velas negras, unos montes envueltos aún en periódico y una caja de zapatos ‘acuchillada’.

 

—Siéntate —le ordenó Zoila en un español mocho, debido al cigarro que apretaba entre sus labios.

 

El olor dulzón del incienso chocaba con el tufo del tabaco. Caína puso la bolsa sobre la mesa y sacó los objetos sustraídos para que su amiga las viera.

 

—Sirve. Sirve. Y... ¡qué afrentoso que era tu marido!

 

La bruja soltó una carcajada al percatarse de los huecos de la musculosa. Y ante el intento de justificarse, respondió.

 

—Sí sirve, mujer, cambia esa cara. Ya vas a ver que tu macho volverá rápido.

 

Zoila agarró las hierbas, las sacudió con sus manos y repitió unas palabras que Caína ni siquiera alcanzó a entender.

Con sus dedos toscos y regordetes, pasó hilo rojo por el hueco de una agujeta pasa coser colchones, metió la mano en el cartón y sacó un sapo.

Como si se tratara de un experimento de Biología, lo crucificó con unas chinchetas sobre una madera y con una hoja de afeitar le dibujó una raya vertical en la panza.

 

—La foto —requirió y Caína se la extendió diligentemente.

 

La imagen de la risueña Belanith se empapó de los fluidos del anfibio y pronto quedó enterrada bajo su piel viscosa.

Zoila cosió la abertura como si remendara un calcetín y luego hizo lo mismo con los ojos, la boca y el ano del animal.

La criatura mostraba su dolor con ligeros temblores en las extremidades, pero la hechicera lo domó con un sonido similar a un arrullo.

 

—Vas a ver que tu hermana se alejará del Kevin —le aseguró, antes de descrucificar al sapo y devolverlo a la caja.

—¿Ya está?

—Falta el toque final. Ayúdame a apagar el velerío y vamos a despedir al animalito. Él se llevará la atracción que sintió tu marido por la Belanith.

Luego caminaron por las calles polvorientas del barrio hasta llegar a la acequia. Y una vez allí, Zoila despidió a la pequeña criatura, que se retorcía de la desesperación.

 

—¿Y ahora?

—Ahora solo te queda esperar y comprobar lo buena que soy en esto.

 

Caína sintió escalofrío y alivio a la vez. El sapo luchaba a ciegas para no hundirse en el agua ni tropezar. En cambio, ella esperaba que con su partida también se alejara la escena que la atormentaba todas las noches: Kevin y Belanith haciendo el amor, ambos riéndose de ella.

 

Semanas después, a

90 kilómetros de allí...

 

—Mujer, 22 años. Muerte por contusiones múltiples.

—¿Hora del fallecimiento?

—El señor de la pensión dijo que cerca de las 02:00 escuchó los gritos.

—¿Identidad?

—Belanith Morejón. Además de la cédula, encontramos una gorra y una matrícula de moto. Se presume que era una chica de ‘vida alegre’ y que llegó con el sujeto que huyó después.

—Pobre.

 

Los policías retiraron el cadáver ensangrentado del baño y lo despacharon para la capital de la provincia.

Belanith había cambiado los cubículos de los ‘chongos’ por otro mucho más pequeño en el frigorífico de la morgue.

Su cuerpo estaba tan rígido como el sapo al que le metieron su foto.

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