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¡Latigazos de intenso placer!

Redacción Quito
“Quiero que con tu boquita escojas con cuál de los tres quieres que te azote primero”, ordena a su sumisa mientras señala la mesa donde reposan los instrumentos que empleará en la sesión. Paradójicamente, una sensación extraña de paz inunda la habitación de Damián (nombre protegido). Su requerimiento ha sido el primer sonido que se escucha en el cuarto tras varios minutos de silencio.
Hasta ese instante, Cristina, de 25 años, permaneció arrodillada en un extremo de la habitación, mirando al piso. Pero tras la orden de su dominante, ella adopta la postura de un perrito y se apoya sobre sus cuatro extremidades. Sigilosa, gatea hasta la mesa y toma con los dientes un ‘flogger’ (especie de látigo corto con muchas colas) que, acto seguido, entrega dócil a Damián.
Ninguno de los dos luce trajes de cuero. Tampoco pueden presumir de cuerpos esculturales, como los que a menudo grafican las películas sobre quienes viven así su sexualidad, a medio camino entre la dominación y el sadomasoquismo. Ella usa su ropa interior de diario y él lleva puestos unos jeans y una camisa.
Damián toma a Cristina de los brazos, ata sus muñecas con una cuerda roja y la ubica de espaldas a él, sobre la cama. Nuevo silencio. Él busca generar tensión en su sumisa, antes de empezar a rozar las tiras negras de cuero que cuelgan del ‘flogger’ sobre la piel de ella.
Con el primer golpazo, que se asemeja al sonido del látigo de un domador de leones, la joven pestañea, sus poros se erizan como clavos y sus ojos se abren de nuevo en una evidente expresión de deleite. Le gusta desafiar los límites entre el dolor y el placer.
“¿Por qué lo hacemos? Por complacer nuestros instintos, pero es algo que va más allá de lo sexual”, afirma el sujeto, de 23 años, mientras recoloca sobre la mesa todo el instrumental que usará a lo largo de la sesión: nueve piezas de cuerda; seis ‘floggers’; un collar; una espátula de color verde, que seguramente alguna vez sirvió para batir la masa de un pastel...
Ambos jóvenes pertenecen a un grupo privado Castillo BDSM del Marqués, en Quito, uno de los dos creados en el país. Pero nadie se atreve a aventurar con precisión cuántas personas los componen en total.
El término BDSM nació de la unión de dos abreviaturas: BD (Bondage -inmovilización del cuerpo con cuerdas- y Dominación) y SM (Sadomasoquismo).
Sin embargo, la ‘D’ ha cobrado últimamente un significado adicional, explican ambos. “Refleja la disciplina, porque esto no es algo que se tome a la ligera. Tenemos tres reglas básicas: la práctica del BDSM debe ser, sin espacio para malas interpretaciones, segura, sana y consensuada”, recalca Damián.
Los roles
“No se trata de agarrar a la primera persona que se me antoje, no es sexo duro, no es maltrato y no existe violencia”, testifica Rossana (nombre protegido). Ella, al igual que Cristina, es sumisa y prefiere el juego de roles típico del BDSM, en el que se “deshumaniza” y se convierte en un felino.
El BDSM solo se puede ejercer entre ‘dominante’ y ‘sumiso’, por eso existen normas específicas. También están las personas ‘switch’, aquellas que cumplen ambos papeles.
Damián aclara que, generalmente, las personas creen que el dominante siempre dicta las normas: “Si bien es quien da las órdenes, es el sumiso quien define hasta dónde quiere llegar”.
Ambos detallan que el dominante disfruta de estas prácticas manteniendo la iniciativa y el control de la acción, mientras que la parte sumisa obtiene placer al entregarse a manos del otro, al sentirse dirigida.
Para evitar sobrepasar los parámetros establecidos entre ambos, existen las palabras de seguridad.
“Hay algunas estandarizadas como ‘verde’ para continuar, ‘amarillo’ como advertencia y ‘rojo’ cuando ya no resistes más”, añade Rossana. En estos casos, el sumiso tiene la potestad de usarlas para que todo acabe cuando ya no aguante y el amo o dominante tiene la obligación de aceptar. “Si no fuera así, se convertiría en maltrato físico y eso no está admitido dentro de nuestro estilo de vida”, aseguran los dos. En la sesión entre Damián y Cristina, no han hecho falta estas expresiones.Ambos se conocen desde hace tiempo y ya se sienten compenetrados.
La relación
Damián y Cristina no son pareja. Son compañeros con un interés común, pero eso no debilita el compromiso que existe en su relación. “Suele confundirse con amor, pero no es así. Lo que existe en un sentimiento puro y sincero, pero no es amor”, explica Damián.
Las reglas del juego son claras y si bien el dominante puede tener más de un sumiso, debe contar con la capacidad de cuidar a todos por igual. “El papel del dominante no se queda en la sesión. La fidelidad existe y es muy importante, aunque suene irónico. Debe ser muy fiel a su sumisa o a sus sumisas”, resalta Damián, quien se reconoce como ‘switch’.
Mientras él inicia el ‘after care’ (cuidado posterior) con su sumisa, manifiesta que esta es quizás la parte más importante de una sesión. “Si hubiéramos hecho prácticas con cera de vela caliente, yo le pondría cremas para cuidar su piel. Como hubo azotes, lo importante es que le brinde cariño y ternura. Es la manera que tengo de demostrarle que me importa y que su entrega valió la pena. Es una conexión muy fuerte e íntima. A pesar de que no hay sexo, es un lazo increíble”, continúa el joven.
Una vez terminada la sesión, vuelven a su vida ‘vainilla’, como denominan a su día a día fuera del BDSM. Son personas que trabajan, tienen familias y, fuera del mundo cotidiano, forman parte de una subcultura que consideran poco conocida y demasiado criticada. Pero no buscan la aprobación de nadie.
“Hay muchas personas que ‘tropiezan’ con el BDSM. Si nos encuentran y quieren practicarlo, siempre hay un período de preparación. Existe mucha información que deben absorber y asimilar. Si les interesa de verdad, lo van a buscar y si no, su interés determinará hacia dónde llevan su curiosidad”, remata Damián. (JP)