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Opinión
Columnas: Cuenca, la inmortal
Inmortal como los cerros impolutos que la rodean; infinita como la sabiduría de sus valles, que fructifican a pesar del tiempo y las edades.
Inmortal como los cerros impolutos que la rodean; infinita como la sabiduría de sus valles, que fructifican a pesar del tiempo y las edades; bella como los solares atardeceres que acarician la piel e inspiran al poeta; alegre y cantarina como las límpidas aguas de sus cuatro ríos que, al rasgar las rocas, entonan fascinantes melodías. Hermosa como sus mujeres de piel rosada cual manzanas en la plenitud del verano; mística, épica y lírica, sublimemente bella como sus acariciantes calores o sus fríos amaneceres, que inspiran el amor y liberan al espíritu para volar en alas de los versos, la prosa y la poesía.
Cómo sueño en tus atardeceres líricos, echado entre la hierba fresca en las laderas del Tomebamba, enamorándome con la anatomía de Testut, observado por la tenue luz de un sol que en aquellos tiempos era grácil y manso.
Nueve años que me vincularon para toda la vida a esta señorial ciudad. Aún recuerdo sus calles; sus parques; sus avenidas; sus iglesias; sus museos; la Bolívar y Montalvo, ahora centro histórico; la casa de don José Viscocil, un europeo que amaba esta ciudad con vehemencia y con el cual viajábamos los fines de semana a su laguna a disfrutar del candoroso olor a frutas frescas; los botes y algarabías en tiempos en los que eran valederos los sueños, los encantos y las utopías.
Ciudad culta y mística, donde se mezclan la ciencia con la virtud, donde es fácil dialogar con Dios; la Catedral vieja y nueva; su hospital Vicente Corral Moscoso, médico a quien tuve el honor de conocer y ayudarle a operar.
No olvidaré a mis profesores sabios, rectos y doctos, pulcros y exigentes, a quienes aún recuerdo con respeto y cariño. ¡Salud, mi bella Cuenca!