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Opinión

La Santa Semana

Jesucristo, nacido en un pesebre en Belén, con apenas 30 años comenzó a demostrar por qué era hijo de Dios.

Jesucristo, nacido en un pesebre en Belén, con apenas 30 años comenzó a demostrar por qué era hijo de Dios. Pero ni el amor, ni el perdón, ni los milagros, ni el caminar sobre las aguas ni la resurrección de los muertos fueron capaces de convencer a la maldad. Y vinieron: la traición, la infidelidad, la deslealtad, la ambición de Judas que lo vende por 30 monedas y cuando se tiene que escoger entre Barrabás y Jesús para salvarlo, los saduceos y fariseos (sepulcros blanqueados) escogieron a Barrabás: el ladrón, el criminal.

Para el castigo escogieron la crucifixión, lo más doloroso, lo más denigrante para un hombre que solo vino a hablarnos del amor y que en el colmo de su bondad exclama “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. “Amaos los unos a los otros como yo los he amado”. “Vine por mi padre a realizar la obra redentora”. “Los limpios de corazón pueden arrepentirse y entrarán al reino de los cielos”.

Murió y resucitó, es la esencia de su grandeza. “Mi reino no es de este mundo”. Es otro mensaje más que para la mente, es para el alma, que no se ve, pero se siente como el amor, la ternura, la extrañeza. Un Dios que hay que sentir con todo el espíritu, murió porque tenía que resucitar y dejar una lección que aún 21 siglos después, gracias a su amor y a su humildad, es capaz de hacer poner de rodillas a los más incrédulos e irreverentes.