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¡El tiempo de los ‘sapos’ se agota!
El trabajo informal de quienes cronometran las llegadas de los buses de la competencia en Quito, para facilitar los datos a los choferes, se encuentra amenazado por la tecnología.

Los ‘sapos’ cobran entre 25 centavos y un dólar por facilitar datos a cada unidad.
Una fina llovizna obliga a los transeúntes a contraer el cuerpo, a alzar las solapas de sus chompas y buscar refugio en los alrededores de la parada de buses de la Shyris y Naciones Unidas, en sentido norte-sur. Son las 09:30. Pero Jordan Nicolás tiene que trabajar bajo cualquier cielo. Hoy se resguarda bajo un paraguas y una capucha. A pocos metros queda su oficina: una mochila grande, anclada entre las ramas de un árbol aún por crecer.
Aunque conversa tanto con los vendedores de empanadas como con los carameleros, siempre tiene un ojo puesto en el horizonte. Sus manos, tensas como las de un ‘cowboy’, están listas para sacar la libreta o el celular en cualquier momento. Su misión es registrar la hora exacta a la que pasan los buses de la competencia por el área que custodia y brindar esos datos en tiempo real a los conductores de su cooperativa, ya sea ‘in situ’ o por teléfono.
Los choferes pagan a los “sapos”, “chismosos” o “anfibios”, como llaman a los cronometradores del transporte público, entre 25 y 75 centavos por unidad y día, rara vez un dólar. En total hacen 20 o 25 ‘latas’ por jornada, ya que controlan muchos vehículos de manera simultánea. Su información, explica Jordan Nicolás, ayuda a los conductores a conseguir “la mayor cantidad posible de pasajeros” y, sobre todo, a saber siempre dónde están los buses que pueden quitárselos. Por eso, los mejores puntos para “tomar los tiempos” son aquellas avenidas donde hay más flujo de unidades.
Jordan Nicolás viste hip hopero y lleva aretes. En varias ocasiones, interrumpe la entrevista a EXTRA para ‘volar’ a dar sus reportes. “Esta es mi zona de trabajo loco, este es mi punto. Si yo quiero salir de este lugar, lo vendo”, afirma.
Él pagó “200 dólares” por poder laborar allí. Cuando desee dejarlo, venderá su plaza, se llevará su oficina portátil a otro lado y fin. Lo tiene claro: “Soy mi propio jefe”.
LAS AMENAZAS
A mediodía, la llovizna cede. Elena ‘camella’ entre la Patria y la 6 de Diciembre. Apenas tiene tiempo para hablar. De vez en cuando, agarra el celular, casi a escondidas, para dar el parte. “Ahorita pasó la trece”, anuncia. Jamás muestra el teléfono ni mueve las manos. Es muy discreta.
Resalta que al no tener horarios fijos ni un superior a quien rendir cuentas, puede cuidar a sus hijos y terminar sus estudios. Trabaja de nueve de la mañana hasta las cinco y media de la tarde. No empieza antes porque “los buses corretean tanto que ni les importa el tiempo”.
Elena, al igual que otros colegas consultados, se muestra convencida de que su oficio está muriendo por una triple amenaza: “los motorola, los sensores y los GPS”. Los “motorola” son empleados de las cooperativas que realizan una labor similar a la suya, “pero cuentan con un contrato laboral”. Los sensores, asimismo, se utilizan para registrar la cantidad de pasajeros que ingresan al bus, de modo que los choferes se quedan “sin excedente para mantener a los vigías”. Los GPS, por último, permiten controlar la posición de los vehículos por vía satelital desde los centros de control. Los técnicos pueden vigilar así que los conductores manejen de manera ordenada y sin carreras. Los ‘sapos’, ante estos avances tecnológicos, se están quedando obsoletos...
EL EXPERIMENTADO
Juan Carlos Robles tiene 40 años y ocho en el oficio. Es un veterano. Tal vez por eso le guste ir elegante, con camisa y saco. Trabaja en el Playón de la Marín. Pero no se conforma con comunicar los tiempos, sino que ayuda a los usuarios a elegir el bus adecuado, a subir en la parada correcta. Tiene una visión amplia del negocio, se considera una especie de auditor.
Él también cree que los años dorados del sapeo pasaron a mejor vida; que sus servicios ya no son necesarios; que los choferes, “salvo muy pocas excepciones”, pagan una cantidad “irrisoria”. “¿Le parece justo que nos den 50 centavos por timbrarles toda la jornada, ocho horas al día? Ahora, también hay gente consciente que paga un dólar. Con ellos da gusto trabajar”, señala.
Juan Carlos considera que el problema reside en la “mala distribución” de las ganancias del transporte público: “No hay equidad para el chofer, para los ‘sapos’ y ni siquiera para los usuarios”. Por eso él sí es partidario de subir los pasajes cinco centavos. “Para el usuario, 30 centavos es algo irrisorio. Y a las personas con discapacidad, niños y tercera edad, les pondría 15. Pienso que sería suficiente para que todos ganaran”, apostilla.
No resulta complicado reconocer a los profesionales del cronometraje. Generalmente llevan gorra y una libreta a la mano, e interactúan constantemente con los choferes, como el que trabaja en el cruce de la avenida Napo y la vía férrea.
El cobrador de un bus le insta a que suba al vehículo. Poco después, ambos sacan a un pasajero, aparentemente borracho, y lo dejan en la calle porque, según ellos, está molestando al conductor.
Karina Portilla usa lentes y lleva el cabello recogido. Trabaja en la intersección de la Alonso de Angulo y Pedro Vicente Maldonado, en la Villaflora. Heredó el puesto de Patricio Casillas, esposo de su madre. Ahora este se dedica más a vender periódicos y, de vez en cuando, le da algún consejo. Aunque la hora pico es un momento clave para los transportistas, ella se retira a las cinco y media: “Por un lado es peligroso quedarme. Y, por otro, -los choferes- no quieren pagar otra vez. Como es más tiempo del acordado inicialmente, deberían pagar más”.
A varias cuadras de la Alonso de Angulo labora Óliver Pérez, de 26 años. Su trabajo es frenético, ya que se encuentra en la parada exterior al centro comercial El Recreo. Compañía no le falta. Entre los vendedores ambulantes, los usuarios del transporte público y los visitantes del ‘mall’, la zona siempre está animada.
Óliver no solo calcula el paso de los buses. También tiene más o menos calculado su futuro. Ha escuchado que su oficio morirá pronto, pero no le preocupa demasiado porque ya se está preparando para pasarse a los libros. “Todavía no sé qué voy a estudiar, pero cuando acabe el colegio quiero ir a educación superior”, atestigua.
Mientras tanto, y como todos los ‘sapos’ profesionales, es capaz de atender a EXTRA sin quitar el ojo de la calle, por donde pasan la Planeta, la Metro, la Siete de Mayo, la Joya, la Vencedores. Son muchas unidades, sí, pero “no todos los conductores pagan”. De hecho, cada vez le pagan “menos”.