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Gígolos de la pandemia: la crisis 'enfrió' el placer callejero

Para sobrevivir a esta situación, algunos trabajadores sexuales en Quito han hecho videollamadas ‘calientes’ con clientes para ganar algo de dinero.

Gígolos
Los gígolos llegan hasta el parque El Ejido, donde buscan a clientes para brindar su servicio.Ángelo Chamba

Juan muestra su cuerpo desnudo. Toca su piel bronceada y hace lo que su cliente le pide. Le pregunta al otro hombre si le gusta lo que mira. Él dice que sí.

La escena no es parte de un acto sexual presencial, es una videollamada ‘caliente’. El encuentro dura una hora. Juan, médico venezolano de 34 años, cobra 20 dólares por cada cita. Así se mantiene a flote en la crisis.

Por culpa de la pandemia, este sexoservidor se reinventó, al igual que sus 300 colegas que laboran en Quito, según la Asociación de Trabajadores Sexuales Goover.

“He hecho cerca de veinte de estas videollamadas”, dice. Para ver a este extranjero de 1,72 metros de altura, sus clientes transfieren el valor a una cuenta bancaria.

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Existe una asociación que vela por los derechos y la situación de los gígolos.Ángelo Chamba

Antes de la llegada de la COVID-19, Juan publicaba sus mejores fotografías y su número telefónico en las redes sociales y chats privados para que lo contrataran. Pactaba encuentros reales con hombres o mujeres.

El venezolano, de barba mediana y bien cuidada, iba a donde se lo pedían. Muchas veces él y su cliente tomaban un café o se dirigía a un bar, en taxi o en el carro del usuario. Y después al motel u hostal. “El encuentro duraba una hora. A las mujeres les cobro 25 (dólares) y a los hombres, 40”.

Así transcurría cada cita, entre tragos, coqueteos y duchazos luego del sexo. Pero con la cuarentena todo se canceló. Juan ni siquiera revisa la página a través de la cual ofertaba sus servicios, porque nadie los solicita.

Estaba desesperado. En el encierro, la comida empezó a escasear y pronto debía pagar los 200 dólares del alquiler de su departamento. Ahora el cibersexo lo ha salvado de la ruina total.

Pero Juan no se conformaba con las videollamadas. Por eso se atrevió a buscar clientes en las calles desde mediados de mayo, luego de un mes de declararse que los contagios en la capital ya eran comunitarios.

Fue al parque El Ejido, en el norte, donde hace dos años se inició en la prostitución. Algo que no estaba en sus planes.

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Los encuentros se pactan de antemano, generalmente a través de páginas de Internet.Ángelo Chamba

Su triste periplo

Él estudió en la Universidad Bolivariana, en Caracas. Se graduó en Medicina General, pero la crisis en su país mató su ilusión de especializarse en Pediatría. “Con lo que sabía, ayudaba a mi madre, que tenía diabetes. Lamentablemente murió cuando me vine acá (Ecuador)”.

Tomó un bus de Caracas a Cúcuta (Colombia), donde se quedó un mes. “Llegué a un hotel y como había muchísima gente, en el caos me robaron las maletas y el dinero”, rememora.

Tuvo que dormir en la calle. Se ubicó junto a otros compatriotas bajo el portal de un negocio. Hacía calor y había mucha inseguridad. 

“Hay paramilitares que te matan si ven que haces algo malo”.

Vendía maquillaje para mujeres, desodorantes para autos, hasta se dedicó al reciclaje. Un día, por fin logró contactarse con un hermano suyo, que le mandó plata.

En mayo de 2018 pasó Rumichaca, en Carchi. A su llegada a Quito trabajó de mesero, pero tuvo problemas con el dueño del restaurante, quien lo echó sin darle un centavo. Una mañana caminaba por el parque y se topó con una amiga transexual. “La conocí en un bar en Venezuela”.

Le contó sus problemas y ella le incentivó para que se hiciera gígolo. Juntos crearon el perfil de Juan para conseguir clientes: una foto de él desnudo, solo mostrando su barba y su cabello estilo leñador.

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Juan hace ejercicio para así tener un cuerpo bien definido.Cortesía

Su primera vez

Ahora Juan ya es un ‘veterano’ para ‘cazar’ clientes. Los dos años no solo le han dado experiencia, sino el dinero suficiente para mantener en su país a su hijo de 13 años. Ni su vástago ni su familia saben en lo que trabaja.

Viste una camiseta y un jean apretado que contornea sus muslos. Cuando los encuentros eran en línea, aparecía con un look más formal: chaqueta y camisa, pero sin corbata.

Se sienta en una de las tantas bancas de El Ejido. Por lo general, llega a las 13:00. Usa mascarilla y ahora con mayor razón por el aumento de contagios.

Juan y sus compañeros se distribuyen en todo el parque. La táctica para que se acerquen hombres o mujeres es el intercambio de miradas. Quienes los contratan ya saben cómo coquetear.

Juan recuerda que así se presentó con su primer cliente. “Estaba nervioso porque era la primera vez que tendría relaciones sexuales con un hombre”.

Juan no puede sacar de su memoria aquel recuerdo. Sudaba y mil ideas le nublaban la razón mientras esperaba.

“¿Eres tú?”, le preguntó a Juan un tipo bajito, de 30 años aproximadamente. “Sí”, atinó a responder, sonriendo tímidamente a aquel abogado. Con él, Juan se inició en el trabajo sexual masculino.

Caminaron hasta un hostal del sector de La Mariscal, a pocos kilómetros del parque. El abogado que pidió los servicios de Juan notó su nerviosismo. Lo tranquilizó dentro de la habitación y pudieron tener relaciones.

Estuvieron juntos durante una hora. El cliente canceló los 40 dólares del encuentro y se marchó. Juan se quedó un momento. Se bañó e intentó no pensar en lo que sucedió porque sabía que el trabajo sexual lo atraparía mientras viva en Ecuador.

Desamparados

Luis, vicepresidente de Goover, indica que así han trabajado antes de la crisis sanitaria. Es decir, ofreciéndose por Internet y teniendo encuentros presenciales.

Como hombres, el trabajo se hizo engorroso durante la pandemia. Esto por el miedo del contagio, porque no se puede mantener el contacto físico”. A menos que la clientela fuera fija, todo lo demás se complicó.

Además, ellos ni siquiera tienen un night club como sus colegas sexoservidoras. Lourdes Torres, presidenta de la Asociación Pro Defensa de las Mujeres, dice que en la capital hay 127 centros de diversión nocturna, pero en ninguno hay gígolos o mujeres transexuales. 

127 ‘night clubs’ funcionan en Quito, pero en ninguno hay trabajadores sexuales hombres o mujeres trans.

El ingeniero que da placer en la capital

A más de representar a los trabajadores del placer, Luis, de 28 años, también es uno de ellos. Es venezolano como Juan, y se graduó como ingeniero en Materiales Industriales, mención en Polímeros. 

“Podría trabajar en laboratorios químicos, en la elaboración de cauchos, pero no lo he conseguido”.

A diferencia de su compatriota, Luis se aventuró al sexoservicio en Caracas. Allá estuvo en una empresa de pinturas, pero la crisis también los golpeó. Quedó sin empleo y sin efectivo.

Fue entonces que se dio cuenta de que había bastante demanda del trabajo sexual masculino. “Los hombres que me buscaban se orillaban en su vehículo y negociábamos”.

Había clientes que querían besos, caricias... Otros, en cambio, solo le llamaban para que los acompañara. Luis es bisexual y su lista de usuarios incluye mayoritariamente a caballeros.

En ese entonces tenía 25 años. En Quito no ha podido conseguir empleo fijo y trajo esa experiencia a la capital.

La ayuda no ha sido suficiente

La difícil situación se ha repetido con los demás trabajadores sexuales, a decir de David González, presidente de Goover. La escasez de clientes arruinó sus finanzas.

Pese a ello, la ayuda no ha llegado como debería. Posiblemente por el hecho de ser hombres. “Nosotros somos una población más vulnerable”, asegura. Por ello, como organización por la defensa de los derechos de los trabajadores sexuales, Goover hizo colectas. Entregaron kits alimenticios a los que más los necesitaban, cada 15 días. En ese lapso, al menos 20 trabajadores sexuales conseguían alimento.

Sin embargo, claman también por otras alternativas. González pide a las autoridades que él y sus compañeros puedan acceder a créditos bancarios para emprender negocios propios. También considera que tienen derecho a un seguro de vida. “Si no nos mata la COVID, nos va a matar el hambre”.

A nadie le interesa hacer censos o sacar información de la población, porque nos marginan.