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“A veces ni recuerdo que tengo lepra”
En una pequeña villa, en la Vicentina, viven 17 personas que, tras el tratamiento, superaron este mal. Han perdido sus piernas y dedos, pero sonríen.

César Cabrera da un paseo en un parque central que hay dentro de la villa Hansen.
Fue un lunes de 1982 cuando César Cabrera pisó por primera vez la villa de los leprosos, en Quito. Tenía 30 años y pesaba 95 libras. Se sentía muy mal, no lograba caminar, temía lo peor... Solo “estaba esperando la muerte”, lamenta el hombre. Y en la semana en la que se conmemora el Día Mundial de la Lucha contra la Lepra, nos cuenta, sin recelo, cómo logró superar este mal.
Viernes, nueve de la mañana. El termómetro marca 15 grados centígrados. Sentado en una silla de ruedas, César, quien ha perdido las dos piernas por la enfermedad de Hansen, recuerda que fueron los padres misioneros, Enrique y José, los que, al ver su padecimiento, lo trajeron a Quito desde una parroquia situada en el kilómetro 48 de La Concordia (provincia de Santo Domingo de los Tsáchilas).
Se había contagiado de lepra cuando era un muchacho. Los primeros síntomas fueron adormecimiento en una de sus piernas y fiebre, mucha fiebre. Luego aparecieron manchas negras en sus canillas, úlceras... Debió, entonces, abandonar sus labores como agricultor. Y nadie, ni los médicos, podían diagnosticar la enfermedad que estaba devorando su cuerpo. Hasta que llegó a la villa.
“En esta casa –como llama a la villa– me dieron el tratamiento adecuado”. Dice que lo curaron, que subió de peso... “Fue como volver a nacer”, detalla César, de 67 años, desde una pequeña sala con piso de madera y paredes de cemento, rodeado por una repisa llena de libros y un altar con las imágenes de Jesucristo en la cruz y la Virgen María.
Él es uno de los 17 residentes de la villa. Ya no padecen esta enfermedad, pero sí viven con las secuelas del Hansen. Se han quedado sin dedos, sin piernas. César nos explica que la lepra se manifiesta en diferentes partes del cuerpo: en unos aparece en los pies, en otros en los brazos. ¿Pueden seguir contagiando? No. Después del tratamiento, este mal se hace “negativo”, afirma el hombre.
Por las angostas calles de bloque aparecen algunos viejitos que, recelosos, saludan en voz baja. Otros, en las puertas de sus casas, toman el sol y prefieren no hablar. Quizás porque la lepra ha sido, desde siempre, un tabú. Años atrás se “pensaba que era un castigo de Dios” y que aquellos que se contagiaban debían ser aislados.
Hubo un leprocomio en Pifo (a las afueras de Quito), pero la comunidad, al no tener conocimiento de la enfermedad, pidió que fuera sacado de allí. Entonces, los leprosos fueron llevados al leprocomio Verdecruz en La Vicentina. Su nombre ha cambiado. Hoy lo conocen como la villa Hansen y está en las laderas del río Machángara, un lugar que, medio siglo atrás, no estaba habitado.
Nacido en Quevedo, Miguel Julián Ube es el propietario de una tienda dentro de la villa. Cuenta que antes aquel espacio era un “refugio desconocido”. Que guardias con perros vigilaban el ingreso. Que en la entrada había un tanque lleno de cal. Que la comida les llegaba a través de unas rejas. Y que los muros eran tan altos y de adobe para que nadie pudiera escapar. Después se convirtió en el Hospital Dermatológico Gonzalo González y hoy es el Centro de Salud La Vicentina.
Miguel no tiene dedos y en la pierna izquierda usa una prótesis. Su personalidad es arrolladora. No para de hablar. Dice que lleva 39 años en la villa, casi la mitad de su vida. Cuando comenzó el tratamiento, el doctor Garzón –en ese entonces–, le dijo que solo se quedaría allí durante un mes. “Y aquí sigo”, exclama contento. Ha logrado superar la enfermedad.
Montó su propio negocio. Empezó con un cajón de caramelos, luego se puso un kiosko de 20 X 50 metros... Ahora, en su tienda, vende desde desayunos hasta frutas frescas. “Un plátano está en 10 centavos”, le dice a una mujer que llega a comprar mientras él, con la voz firme, está apoyado en una mesa plástica. Recuerda que antes si alguien escapaba, lo venían a encerrar como a perro.
Cuando le preguntamos sobre su familia, confiesa: “Se olvidaron de mí”. Su padre murió cuando tenía nueve años, vivía en la calle, luego se casó y tuvo tres hijos. No lo ven. Pero nada detiene a este hombre, pequeño y con cabello largo y rizado. No tiene dientes, pero sonríe a carcajadas. Es toda una personalidad en la villa de los leprosos. Y lo sabe.
La familia
En la villa, hace mucho, los hombres estaban separados de las mujeres. Ellos vivían en un pabellón y ellas en otro. Solo podían verse en misa. Pese a ello, César pudo rehacer su vida allí dentro. Conoció a una mujer, que también se había contagiado de lepra, y se casó con ella. 14 años de matrimonio. Hasta que los problemas económicos los separaron.
Cuando él todavía tenía sus piernas trabajaba como carpintero, pero al agravarse su enfermedad, el 4 de enero de 2008, perdió la extremidad inferior izquierda. Ocho años más tarde, la derecha. Hoy su rutina está apegada a la religión.
“Soy católico”, dice. “A las cuatro de la mañana prendo la radio María y rezo un rosario”. Esto, asegura, le ha ayudado ha aceptar su padecimiento, “confiando en Dios”. “A veces ni me acuerdo que tengo lepra”, afirma el hombre, quien ha escrito dos libros de su vida: La historia de un paciente de lepra e Historias y relatos del Hospital Gonzalo González.
A César sí lo visitan, aunque algunos aún “creen que somos unos fenómenos, pero no, somos igual que todos”. Pese a ello, hay gente que conoce de esta enfermedad y no teme acercarse. A veces llegan estudiantes, médicos... a verlo. Él muestra sus fotos en el celular con ellos y se pone contento.
A unos metros está la casa de Margarita. Primero se escabulle entre los dormitorios, después accede a contarnos que nació en la provincia de Bolívar. Con 46 años y cabello cenizo, la señora recuerda que, al igual que a César y Miguel, a ella también le apareció una mancha negra en el abdomen. Tenía lepra. La superó. Hoy sale a la calle y, aunque nadie puede reconocer que ha padecido este mal, prefiere no decirlo. No tiene por qué.
Suena el teléfono. Es su nieto. La llama para saber cómo está. Tras colgar, Margarita continúa: “Una monjita me contó que la enfermedad es peligrosa cuando está reactivada”. Sus familiares la visitan, comparten con ella, y ninguno ha contraído lepra. Tuvo suerte, porque hubo gente, hace mucho, que no tenía parientes. “Una mayorcita murió allí, decía que para el pobre no llega la muerte...”.
La señora comenta que los restos de esa viejita fueron enterrados atrás de la villa. “No había espacio en el panteón para los leprosos”. Y, cuenta que una vez, cuando intentaban hacer un pozo en las zona donde hoy hay sembríos de maíz, encontraron huesos, cráneos. Eso ya no pasa.
Según la Organización Mundial de Salud (OMS), si no se trata la lepra puede causar lesiones progresivas y permanentes en la piel, los nervios, las extremidades y los ojos. La lepra es curable con un tratamiento multimedicamentoso. Si se trata en las primeras fases, se evita la discapacidad.
En Ecuador la incidencia bajó, pero aún hay riesgos
Según el Ministerio de Salud, La Organización Panamericana de la Salud informó que durante el período del 2006 al 2012 esta enfermedad disminuyó progresivamente de 47.612 casos nuevos en 2006 a 36.178 en el 2013, esto quiere decir que hubo una considerable reducción del 24 %.
Ecuador se encuentra entre uno de los 10 países que presenta más de 100 casos de lepra al año, mientras que Brasil es el de más afección por esta enfermedad, con una cifra en el 2012 de 33.303 nuevos casos.
Según Redacción Médica, se estima que la incidencia en el país es de 1 caso por cada 100.000 habitantes.
La inversión del Estado
La doctora Diana Cajamarca, administradora técnica del Centro de Salud La Vicentina, dice que en la Villa Hansen viven personas con secuelas.
Explica que la lepra fue una enfermedad contagiosa con foco respiratorio (transmitida por mycobacterium leprae). La bacteria llega al nervio y ocasiona la muerte del tejido y por eso se producen las manchas, primero blancas, y luego se tornan negras.
Con un estornudo o tos se podía pasar al otro. Por secreciones nasales y orales.
A este Centro de Salud no han llegado nuevos casos. Dice que la enfermedad es generacional. Y que la inversión del Ministerio de Salud en los pacientes de la villa es alta: 606.918,91 dólares al año.
Se les provee lo que necesitan para vivir y atención médica. Cada día se gasta en un paciente 107 dólares.