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¡De la cárcel al estudio!
Tras pasar cuatro años en una prisión española, el taxista Marcelo Armijos trata de ayudar a jóvenes con problemas a través del rap.

Grabando nuevos temas con ‘Sequito’ en brazos, el gallo que hoy es su mascota.
–Al centro, por favor.
–¿Cuánto paga?
–Dos dólares.
–Vamos.
Marcelo Armijos recoge a los pasajeros en su taxi amarillo, con el que recorre las calles de Guayaquil. Ajeno a las tertulias del fútbol, salsas y vallenatos que resuenan en los vehículos de otros colegas, escucha rap. Son sus propias canciones.
–Esta es sobre el problema terrible de la ‘H’. En el barrio de donde vengo se está viendo bastante, amiga.
“La calle quema, la calle destruye, corrompe, tuerce y te desvía / Por eso maneja bien tu vida”, dice una de las rimas de ‘Cosas de niños’.
Habla desde su propia experiencia: una vida dura, de historias dolorosas, abandonos y golpes, de la que ha logrado salir gracias a sus ganas de replicar en otros lo que la música ha logrado con él.
Nacido y criado en Fertisa (sur porteño), conoce la calle desde los siete años. Hoy cuenta 39. Lo golpeaban mucho en su casa, asegura a EXTRA. Entonces huía. Y su refugio eran los amigos. Y la música. Poco a poco llegaron a él las primeras influencias: Control Machete, Delinquent Habits, Vico C o Cypress Hill. Eran los 90.
Con sus amigos aprendió a betunar zapatos, actividad a la que se dedicó hasta los 14. Aunque con varios de ellos aún mantiene el contacto, la mayoría están muertos por sicariato o drogas. “Se malograron”, admite con tristeza. Otros que sobrevivieron se entregaron a las pandillas, a las que aún pertenecen cuando ya bordean (o superan) los 40.
Marcelo terminó el colegio y, con 19, intentó entrar a la escuela militar. No le fue bien. “Mi mamá murió y le prometí convertirme en soldado, porque para ese rato andaba en malos pasos”, relata.
No puede contar su historia sin mencionar a La Rebelde, una agrupación de la que formó parte en su juventud: “No éramos una nación. Las naciones eran muy violentas. Nosotros éramos como una familia. Si tocaban a uno, tocaban a todos”.
Luchó a puñetes contra alumnos de otros colegios rivales y experimentó sus primeros duelos de baile, rap y hip hop en un terreno polvoriento frente al Latin Palace, en el norte del Puerto Principal, donde a veces todo se desdibujaba y el baile acababa en una ristra de trompadas.
En la cárcel
Cuando tuvo 20 años migró a Zaragoza, España, donde estuvo cerca de once. Empezó trabajando en lo que encontraba: pintura, conducción de camiones, lo que fuera. Su meta era que todos sus allegados superaran los problemas económicos que sufrían en Ecuador, de modo que los llevó a Europa paulatinamente. Incluso a dos de sus amigos de La Rebelde. Pero luego de tres inviernos, cuando trabajaba en la construcción, sus problemas comenzaron.
“Había un grupo de migrantes, entre ecuatorianos, dominicanos, colombianos y puertorriqueños, que se le cargaba a todos. Habían formado una especie de mafia. Si uno se quejaba o los denunciaba, ellos iban y rompían los brazos de tu familia o te hacían deportar. Eran nacionalizados, tenían cierto poder. No soportaba eso y me enfrenté”, explica como si se tratara de una historia de superhéroes.
–¿Se enfrentó a puñetes?
–No exactamente. Los dos amigos a los que había llevado les entraron primero a cuchillo. Luego, en otra ocasión, a golpes. Y terminé preso.
La pelea en la que todo se complicó ocurrió en un parque. “Los afectados nos pusimos de acuerdo y nos enfrentamos todos contra todos, con bate y cuchillo”, recuerda hoy.
Dice que no hizo más que defender su vida y la de su gente ante el acoso al que se sentían sometidos, que prefirió entregarse a la policía para aclarar lo ocurrido. Inicialmente fue detenido por tentativa de asesinato e ingresó en la cárcel. La Fiscalía pedía 44 años de prisión: “Me volví loco allí dentro. Loco”.
El juicio se realizó cuatro años después y duró tres días, en los que presentó “cuarenta testigos”. Al final pudo salir libre. “Se dijeron muchas cosas: que tenía una mafia, que era uno de los más buscados en Ecuador, que vendía droga, pero se demostró que no era así”.
En la cárcel no había ningún ecuatoriano y muy pocos latinos con los que confraternizar. Sin embargo, tenía acceso a un pequeño teatro, donde organizó un par de presentaciones hasta que se le ocurrió cantar algo ofensivo contra los guardias y la prisión. Ahí murió su carrera penitenciaria: castigado en el calabozo.
En esos cuatro años entre rejas, mordió la soledad, la tristeza y el abandono. Su familia y sus amigos se desentendieron de él. Entonces volcó sus emociones en la composición y en dar forma a su sueño en la cabeza. No quería volver como un migrante más, sino como un artista.
Nueva vida
En la terraza de una villa de la 37 y Letamendi, en el suroeste de Guayaquil, está ubicado el estudio de grabación de Primacías Records, la modesta compañía que Marcelo armó junto a algunos amigos desde que regresó a Ecuador en 2011.
Empezó con un parlante. Hoy tiene computadoras, su propio equipo de postproducción, micrófonos y una pequeñísima sala insonorizada para grabar sus canciones y las de los músicos que está formando y que busca representar.
“Nos jugamos para ser cantantes / para hacerte la vuelta elegante / somos de la Fragata, mi gente / sin tener que ser delincuente”.
Así van las rimas de Leonardo Rosas, Jorman Santillán y Jaime Vera, que residen en dicho barrio del sur. La música, dice Leonardo, los aleja de la mala vida y Marcelo MC –nombre artístico– los inspira.
“Él me conoce desde niño. Siempre quise cantar y no tenía cómo”, comenta Jorman, peluquero de profesión a quien el rap y el hip hop han ayudado a crecer. “Allá en el barrio andaba con un poco de amigos que eran mala gente, pero cogí otra línea y puse una meta en mi cerebro”, agrega Rosas, a quien llaman ‘el Faraón’.
Primacías Records funciona en la terraza. Marcelo vive en la planta baja con ‘Sequito’, un imponente gallo blanco cuyo cacareo se escucha de rato en rato, y John Jairo Palacios, su ‘pana’ desde la infancia, compañero de La Rebelde a quien todos conocen como ‘Goma’.
Él es el primer gran proyecto personal de recuperación de Marcelo, pues lo sacó de la calle, lo llevó a su casa y, ahora, trabaja en sus primeras canciones. Su género es el reggae y su nombre artístico será John Dre. “Por las rastas”, apunta entre risas, aunque ahora no tenga ninguna.
John Jairo también hace artesanías y recorre los pueblos vendiéndolas. “Como anda de un lado a otro, con un disco es más fácil que amarre algún show o alguna presentación y pueda ganarse la vida”, destaca Marcelo.
Ha tenido, al igual que el taxista, una vida difícil: dejó los estudios secundarios porque estuvo aislado en correccionales desde adolescente: “Era terrible. Me bajaba de la moto y asaltaba pistola en mano a la gente en las calles, en restaurantes, a parejas que salían de los hoteles”. Todo eso quedó atrás, asevera, cuando murió su padre hace ocho años y encontró la mano tendida de Marcelo.
“Todo tiene su momento / sueño de paredes y cemento / un loco anda suelto” es una de las rimas que Armijos escribió en su encierro y que le gustaría incluir en su disco. Quiere llegar a la gente; mandar un mensaje; mostrar a los más de veinte jóvenes con los que hoy hace música, y cuyas carreras intenta levantar, que es posible cambiar el rumbo. Que este niño betunero pudo. Y puede.