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“¡Un sueño que casi me mata!”
Primera parte. El 19 de enero de 2018 fui sometida a una cirugía de manga gástrica, por la que estuve un mes en terapia intensiva a causa de una neumonía bacteriana.

48 horas después de la operación, mi salud se deterioró.
Cuando comencé a aumentar de peso arribaba a mis 40 años. Nunca pensé que esto pudo haberme costado la vida a los 49. Creo que le vi la cara a la muerte.
Para aquel entonces tenía ya a mis dos grandes amores: mis hijos, Carol y Ronny. Aunque ellos llenaron mi existencia, también dejaron huellas notorias ‘en mi estilizada figura’. Al menos así bromeaba un primo, quien decía que ellos habían llegado “solo para deformar mi cuerpo de Barbie”.
La realidad era la siguiente. De vez en cuando trataba de hacer ejercicios que acompañaba con una no muy estricta dieta. Además, me había hecho fanática a la mayoría de las pastillas que publicitaban para adelgazar.
En alguna ocasión, una de estas cápsulas me dio resultado y bajé unos cuantos kilos. Sin embargo, no seguí tomándolas porque prohibieron su venta debido a que perjudicaban la salud. Sin ‘la receta mágica’ volví a ganar peso.
No sabía qué hacer para ser nuevamente la de antes, ‘la Barbie’. Era un problema ir de compras y no encontrar prendas a la medida. Casi todas estaban hechas para afinadas siluetas.
Pero como dice el refrán: “No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Un día, en el 2016, supe que el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS) haría un chequeo médico a los trabajadores de la empresa donde laboro.
Recuerdo cuando la doctora me advirtió que era propensa a ser diabética porque estaba llegando al tope de lo permitido de glucosa en la sangre. Algo que se sumaba a la etapa 3 de obesidad en la que me encontraba.
En medio de la preocupación por el diagnóstico, escuché ‘como una cumbia para mis oídos’ la pregunta del galeno de que si quería hacerme la manga gástrica para bajar de peso.
Alegre y sin titubear le respondí: “¡Sí!”. En ese mismo momento me agendaron una cita con un médico cirujano y un nutricionista. Me aclaró la doctora que ellos serían los que decidirían si debía operarme o no.
Igual estaba con el corazón henchido de felicidad. Con fe, al fin podría hacerme una cirugía que en el mercado se ofertaba en 10 mil dólares, una cantidad demasiado elevada para mi bolsillo.
En septiembre de ese mismo año empezó mi periplo. El cirujano general que me valoró, me derivó con un colega bariátrico para el proceso de la intervención. Todo marchaba aparentemente bien.
A partir de allí, me dieron una serie de citas con médicos especialistas que culminaron exactamente un año después. Por medio de una de esas especialidades pude descubrir que padecía de hipotiroidismo. Ese era el principal origen de mi obesidad.
Una vez concluido todo el procedimiento, me pusieron fecha para la operación. Para la Navidad de 2017, yo me visualizaba estilizada y vistiendo un bonito atuendo con colores acorde a la ocasión.
De la cita para fijar día y hora de la intervención regresé desilusionada. Me dijeron que no podían operarme aún porque el quirófano había sido remodelado y debían reinaugurarlo. Y para aquello no se había establecido fecha todavía.
A las pocas semanas me llamaron para -esta vez sí- señalar la fecha. Se fijó para noviembre. Llegado el día, por segunda vez, se pospuso la cirugía bajo el argumento de que se habían acabado los insumos: grapas y no sé qué más...
Y por tercera ocasión me agendaron para el 19 de enero de 2018. Mientras esperaba el tan ansiado día, cuestionaba si tal vez era Dios el que me enviaba un mensaje para que no me operara.
Sin embargo, como ya algunos personajes de la televisión ecuatoriana se habían intervenido de lo mismo y no había pasado nada, seguí con mi firme propósito de desaparecer gran parte de mi estómago.
La intervención
El tan ansiado 19 de enero llegó para transformar mi redondeada silueta. Según lo que me habían pautado, el ingreso debía hacerlo a las 9 de la mañana del jueves 18. Estuve allí una hora antes. Me sentía como ansiosa por salir de eso, pero también sentía un poco de miedo.
Recuerdo claro que mi amiga, compañera y colega Germania Salazar me escribió la noche del 17 para saber cómo estaba. Y en un breve diálogo me dio ánimos para que no decayera.
Me envió una alabanza para que la escuchara porque eso me daría tranquilidad. Nos despedimos. Ella me aconsejó que orara. Lo que más me reconfortó fue leer un mensaje que me envió y decía: “Dios está allí contigo”.
Ingresé al quirófano. Cuando desperté era la mañana del sábado 19 de enero y parecía que todo iba bien.
Me puse muy contenta cuando vi al doctor pasar su revisión. Me ordenó que no me sacara las medias antiembólicas. Dijo, además, que si quería irme de alta el lunes, tenía que pararme para caminar un poco.
Emocionada, no se me pasó por la mente que empezaba a transitar la prueba más dura de mi vida: ¡Estar a punto de morir!
¡Rumbo a la inconsciencia!
Con el caer de la tarde del domingo, una tos que parecía inofensiva empezó a impedir mi respiración. Era esporádica al inicio, pero a medida que transcurrían las horas se hacía más frecuente.
Quisieron calmarla con una nebulización, pero no dio resultado. Luego trajeron un cilindro de oxígeno y tampoco pasó nada. Sentía a la muerte cerca, tan cerca como un susurro al oído.
En medio de mi angustia por no poder respirar, le dije a un enfermero que me estaba muriendo. Preocupado, el hombre me llevó a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
El médico que me recibió, pidió que le explique lo que sentía. Alcancé a decirle que me faltaba el aire. De allí, me acostaron en una camilla y no recuerdo más.
Inducida o no a la gravedad, me sumí en la inconsciencia. Fue casi un mes sumergida en ese estado, donde visualizaba muertos y más muertos.
En medio de ese trance, yo le suplicaba a mi Dios: ‘Señor, ayúdame en nombre de tu hijo’.