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Diario Extra Ecuador

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El miedo no les impedirá salir adelante

Adolescentes forzadas a realizar trabajos sexuales cuentan sus sueños y los mecanismos que usarán para recuperar la vida que tenían antes de ser víctimas de ese delito.

Afuera del hogar hay un mundo al que las chicas aún le tienen miedo. La terapia psicológica las ayuda a combatirlo.

Afuera del hogar hay un mundo al que las chicas aún le tienen miedo. La terapia psicológica las ayuda a combatirlo.Fotos: Henry Lapo / EXTRA

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Sus risas ‘traspasan’ las paredes de la casa, apoderándose de cada uno de los espacios. Ellas corretean entre las alcobas de una residencia, en el norte de Quito, ajenas a la pesadilla que dejaron atrás. Ahora es difícil imaginarlas de otra forma...

Fue la situación económica de casa lo que hizo que Érika aceptara a ese pretendiente que le ofrecía tanto. Él la sedujo y, antes de que ella pudiera darse cuenta de sus intenciones, ya formaba parte de un ‘catálogo’ de muchachitas, dispuestas a cumplir las más atrevidas fantasías de los clientes.

Era 7 de mayo de 2018, cuando la Policía irrumpió en un spa del norte de la capital, donde se ofertaban esos servicios sexuales, disfrazados de masajes terapéuticos. Érika, de 16 años, era la menor de la veintena de chicas que ese día fueron rescatadas del laberinto de cuartos donde las tenían cautivas. Allí, dos personas fueron detenidas e inculpadas por el delito de trata con fines de explotación sexual.

Tal vez fue ese encierro el que hoy hace que la joven anhele ser azafata. “Yo lo que quiero es viajar, tener la oportunidad de conocer muchos países. Dejar de lado el enamoramiento y cumplir mi sueño”, revela ella con las pupilas iluminadas.

Le encanta la disciplina oriental y esa forma tan metódica de mantener todo en su sitio. En el hogar de acogida, al que fue trasladada luego del incidente, es la más seria, pero su sonrisa brilla cada vez que piensa en su madre.

Es la última de cuatro hermanos y su dura realidad los golpeó brutalmente. Ella compartía el lecho con su mamá y aunque no se siente lista para dejar el refugio, añora el reencuentro con su progenitora, quien la había reportado como desaparecida al no tener noticias de ella.

“Yo era una chica normal. De la casa al colegio”, rememora sobre sus días en el exterior. Al principio tuvo miedo del lugar al que fue asignada. “Pensé que era un orfanato, con una cama al lado de otra, que me tendrían encerrada”, cuenta hoy a casi tres meses de su llegada.

Lo que hay afuera de ese refugio le causa expectativa, pero también temor. Esos sentimientos encontrados alimentan una pasión por el deporte, que ya antes había invadido su ser. “Quisiera volver a entrenar box. Siento que viví mucha violencia y que ahora tengo que aprender a defenderme. El cambiar de vida depende de uno”, detalla la chica ahora con fuerza.

El hogar

Como ella, trece adolescentes conviven en ese sitio seguro. Allí continúan con su educación, reciben talleres y cumplen con tareas sencillas para el mantenimiento de la casa.

En una cuadrícula sobre el muro están grabadas las tareas domésticas: barrer, limpiar, preparar la comida, trapear y demás. Las huéspedes, registradas con un código de seguridad, siguen el horario, del que no se “admiten cambios”. Ellas confiesan con una risa nerviosa que todas le huyen a lavar platos y limpiar mesones.

Cuando terminan sus deberes escolares es hora del refrigerio. En orden dejan los lápices y papeles y bajan los escalones conversando sobre la presencia de EXTRA en ese espacio ‘inmune a la maldad’. Se ven muy jóvenes para entender la magnitud del delito en el que se vieron involucradas, claramente, con “su voluntad viciada”.

Jéssica, por ejemplo, se enamoró de un hombre por Internet. Él la hacía sentir bien, le pintó un mundo “color de rosa” y, poco después, decidieron verse en persona. En ese mismo instante inició un calvario de casi 10 meses para la chica.

Un discurso plagado de mentiras logró que el tipo la alejara del hogar. Luego, con amenazas y violencia, la convirtió en su propiedad... y en la de muchos otros.

Lo que más extraña de ese mundo exterior, ese que ahora se ve tan distante, es a su padre. “Cuando llegué aquí, pensé que nunca lo volvería a ver”, refiere ella, sin perder la cuenta de cuánto falta para otra llamada supervisada que compartirá con su progenitor.

“Yo siempre le preparaba la comida cuando él volvía del campo”, agrega. Su sazón es incomparable, propia de sus raíces costeñas. “Me encanta cocinar para las chicas. El otro día hice un caldo de pata, me quedó delicioso”, señala con la modestia disminuida por el aplauso de su comensales.

Apenas salga de la casa de acogida quiere estudiar Gastronomía y ponerse un restaurante para dejar atrás la mala racha económica. Lo único que la llena de ansiedad es toparse nuevamente con sus victimarios, “aunque sea por casualidad”, mientras cruza la calle.

Esa sensación de incertidumbre también invade el pecho de Valentina. Fue una compañera de colegio quien le presentó al tipo que sería su agresor. En poco tiempo, la introdujo en el trabajo sexual, tema que a la chica aún la deja sin palabras.

“No estoy lista para salir de aquí, cuando lo haga quiero que sea con la frente en alto, entendiendo que lo que pasó no fue culpa mía”, precisa la joven de cabellera negra, tan larga que le cubre la espalda. A ella le fascinan los temas relacionados con belleza y es un as en el taller de estética que imparten en el sitio.

“Sé hacer varios cortes y pintar las uñas”, destaca. Un espejo gigante de ese salón de belleza devuelve la imagen de una niñita, cuando Valentina se pierde en los relatos de su abuelo japonés. “Yo le ayudaba a regar las plantas, me gusta mucho el tema de agronomía. En un garaje de la casa, él tenía varias especies”, revela.

Antes iba a la finca de una tía y ayudaba con las tareas de recolección de fruta. Esas divertidas faenas la ilusionan y espera que esa carrera le abra las puertas a una vida más tranquila.

“Temo caer en una nueva tentación y no poder salir”. Esa confesión hace que ella se incline también por la psicología clínica, una rama con la que pretende ayudar a jóvenes que han estado en una situación similar.

El proceso de rehabilitación de las chicas es integral

Carolina Carrión es coordinadora en ese hogar. Una tarea bastante dura, debido a la realidad que aquejaba a las chicas. Ella es joven, pero conoce a la perfección cada uno de los casos. “Muchas veces los padres de las adolescentes se enteran de la situación cuando ellas ya están aquí. Otros ponen las denuncias para que las rescaten”, dice.

Cuando cruzan el umbral del refugio, el trabajo recién inicia. La mayoría no quiere estar ahí: ya sea por la manipulación realizada por sus captores o por la necesidad de retornar a casa. “Desde que estoy aquí no, pero sí han intentado fugarse antes”, cuenta Carrión, quien lleva dos años en la fundación Alas de Colibrí, encargada de la rehabilitación de las víctimas de trata.

El proceso que se realiza en las muchachas es integral y está basado en “quitarles el sentimiento de culpa, explicarles que se aprovecharon de su situación de vulnerabilidad y que eso es un delito”.

Generalmente, llegan en la noche. Muchas están cansadas de varias horas de viaje desde alguna provincia distante a Quito. El primer paso del protocolo es una breve entrevista para recopilar información básica. Luego de 15 días se realiza un análisis psicológico para detectar su estado anímico. Además se ahonda en su sistema de apoyo familiar, se le brinda atención médica y se realiza reinserción educativa.

“Se les hace exámenes clínicos y de transmisión sexual. No hemos tenido nada grave, únicamente infecciones comunes, desnutrición y anemia”, puntualiza.

En algunos casos, el rezago escolar tiene varios años, por lo que se opta por un programa de aulas domiciliarias. “Se cubren todos los aspectos. Se crea un proyecto de vida, plan terapéutico y se las acompaña las 24 horas de los siete días de la semana”, explicó.

Pese a que viven en un sitio aislado del conflicto pasado, salen de la casa para las actividades recreativas. Van a la piscina, a los museos, a talleres, al cine, incluso realizan labor social con niños y adolescentes con discapacidad y gente de la tercera edad. “Eso las hace sentir muy bien, muy útiles”, sostiene Carrión.

Ella resalta que la explotación de la que las muchachas han sido víctimas no es únicamente sexual, muchas han sido obligadas a trabajar, a cometer delitos y a consumir drogas. “De aquí salen muy diferentes a cuando llegaron. Entienden que la violencia no es normal”, concluye.

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