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“Ojalá pudiera pagar mi mortuoria”
De niño, la madre de luis lo “regaló” a un cura, luego perdió una pierna en el trabajo y sus hijos lo “abandonaron”. Está enfermo y necesita ayuda.

Luis debe apoyarse en dos muletas para caminar o usar la silla.
El trinar de ‘Pepito’ es la única melodía que acompaña a Luis Ernesto Cevallos en su estrecha y húmeda habitación. El canario, de color amarillo pálido, borra la soledad impregnada en las paredes frías y rayadas y las colorea de esperanza.
“Ojalá pudiera pagar de una vez mi mortuoria para que no me boten al Machángara”, apunta el hombre, de 80 años, quien se sostiene en la pierna izquierda con ayuda de dos muletas. Perdió la derecha en una rosca de 200 caballos de fuerza, mientras trabajaba como jefe de mantenimiento de hilos en un molino quiteño, allá por 1976.
“Se trabó la balanza por la que pasaba el grano y, para que no se derramara, fui al subterráneo para tratar de arreglarla. Di un paso y me resbalé. Entonces caí en una boca abierta, me cogió la pierna y me fue moliendo”, relata a EXTRA.
Cuenta que en la fábrica ofrecieron indemnizarlo con un poco más de 2 millones de sucres, pero finalmente lo jubilaron. No está conforme porque la pensión no le alcanza para mitigar las dolencias que lo acechan, pero no tiene otra opción.
Don Luisito, como lo conocen en el barrio sureño Clemente Ballén, ha palpado el abandono, sobre todo desde que vendió su casa para que sus dos hijos “fueran a estudiar en Estados Unidos”, bajo una condición: que volvieran después por él.
Sin embargo, asegura que no cumplieron su palabra. Y aquella premisa que lo mantenía lleno de ilusiones se fue desvaneciendo de a poco, así como su vigor físico.
Ninguno regresó. Tampoco lo hará la vitalidad que irradiaba antes del accidente laboral que ahora lo mantiene incapacitado.
La infancia
Las desgracias de Luis no comenzaron con la pérdida de su extremidad ni con el olvido de sus vástagos, sino poco después de nacer.
Su madre lo “regaló” a un cura que vivía en Yaruquí, a una hora del centro de Quito.
Sus únicos amigos, en aquel entonces, eran un perro y un caballo. De ahí que Luis se haya aferrado a su pequeño ‘Pepito’, que según él trata de decir su nombre cada que vez que pía.
La estancia con el sacerdote fue corta, pues un día lo agarró probando un exquisito platillo reservado al cura. De modo que lo envió de vuelta con su mamá, quien lo esperaba en casa con un cabestro, una especie de látigo de cuero que los agricultores utilizaban para amarrar al ganado.
Su padrastro, un hombre de raíces indígenas, no lo aceptaba y Luis debía esconderse detrás de los tapiales de la casa hasta que oscureciera para poder entrar.
Al evocar aquellas imágenes, el adulto mayor se quiebra. Y llora al señalar que dejó a su madre para ir en busca de trabajo.
Tiempo después, regresó para ayudarla y entregarle el dinero que había ahorrado, pero ella lo rechazó y lo golpeó. Ahora, Luis titubea al decir que la mujer debe estar muerta...
Sin embargo, en la vida del hombre, de piel desgastada y barba espartana, hubo una semilla de luz: el fútbol. En su cuarto tiene colgada la camiseta de Aucas, el equipo de sus amores, firmada por Sebastián Abreu. “Me la regalaron”, subraya algo más jovial.
Sus pertenencias se limitan a un puñado de viejas chaquetas; una cocineta, en la que prepara chapo o colada de haba; unos muebles de madera, donde guarda ejemplares de EXTRA; una cama; y una silla de ruedas que le obsequiaron.