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Esperando su último telegrama
Rodrigo Díaz fue telegrafista del ferrocarril. A sus 91 años rememora su experiencia en la guerra de 1941 contra Perú y mira sin miedo a la muerte.
Cuatro pilares de madera sostienen el techo de teja, asentado sobre unas paredes de adobe que algunos grafiteros han garabateado con sus firmas o ‘tags’. Pero la casa, tan vieja como su historia olvidada, aún se mantiene en pie en la calle Espíritu Herrera Calupiña, más conocida como El Chaquiñán.
Diego Tituaña, tan delgado como el bigote que luce, abre una de las dos puertas de color café que custodian el inmueble y saluda tímido a un visitante inesperado. Tituaña y su familia, de escasos recursos, han convertido el inmueble en su hogar.
El forastero es Rodrigo Díaz, quien vivió allí algunos de los momentos más especiales de su carrera. Porque tiempo atrás, la construcción no fue un simple domicilio, sino la estación de ferrocarril de Tumbaco, en el nororiente de Quito. Ya no hay ni rastro de las vías...
Díaz, de 91 años, ejerció allí como telegrafista. Esa vetusta casa y sus recuerdos son los últimos vestigios de una época que parece remota. De hecho, es uno de los últimos profesionales de su ramo.
El cielo desea acompañarlo en su paseo por sus memorias. El sol disipa las nubes que amenazaban una tormenta. Y hasta el polvo que se levantaba al paso de los corredores se va posando en las veredas, tranquilo.
Rodrigo contempla sereno la escena. Parado junto a la entrada de su antiguo trabajo evoca las horas en las que su afinado oído debía descifrar los mensajes en morse. Era una tarea complicada porque muchos de sus compañeros, al otro lado del telégrafo, le enviaban textos confusos que a menudo les pedía repetir. “Cuando se emitía la letra ‘a’ se generaba un tono muy suavito. Un punto, en cambio, era un toque un poco más largo”, explica.
Díaz detalla así cómo construían frases a través de pulsos eléctricos, que emitían con telégrafos de líneas alámbricas o incluso con señales radiales.
guerra e hijos
El adulto mayor, que viste un chaleco de lana y porta gruesos lentes para corregir su deteriorada visión, todavía conserva uno de aquellos artefactos, hoy obsoletos. Una tabla de madera sostiene el pulsador, que al accionarse prende una bombilla. “Este se utilizaba para enseñar”, muestra con entusiasmo.
Tituaña se enternece con la historia del nonagenario. Así que le cede una silla de plástico para que pueda proseguir su relato.
Entonces, Díaz deja a un lado el aparato, señala uno de los puestos donde laboraba y los cuartos donde almacenaban las encomiendas y los trabajadores tenían sus taquillas.
Ahora, todo ese espacio está repleto de las pertenencias de Tituañita, como conocen al actual residente. Ropa amontonada e incontables cachivaches reemplazan a las máquinas de telegrafía, así como al ajetreo de la estación.
Díaz hace una pausa antes de rememorar la labor que le tocó desempeñar durante la guerra de Paquisha, que se libró contra Perú en 1941. “Nosotros enviábamos las noticias que llegaban del Ministerio de Defensa”, atestigua.
Los tipeos telegráficos arribaban hasta el Oriente ecuatoriano, donde las papas quemaban. A menudo le tocó informar sobre los avances de las tropas enemigas. Y, dos años después del conflicto lo nombraron telegrafista profesional, oficio que ejerció hasta 1956. Eso le dio la posibilidad de ganar 300 sucres al mes y residir en localidades como Hoja Blanca (Imbabura), Guano (Chimborazo) y Tumbaco, donde disfruta de su jubilación.
En Guano apenas pasó 15 días. La ciudad no le gustaba, así que se las apañó para que lo trasladaran a la capital. Fue allí donde conoció a su esposa, Inés Grijalva, con quien tuvo ocho hijos y aún comparte el hogar. Para entonces, ya era “jefe de estación”. Un motivo de orgullo para él, que guarda la insignia de cuero donde se deja constancia de su cargo.
El final
Díaz no se perturba al hablar del futuro. De hecho, confiesa no temer a la muerte. Al contrario, la imagina como un tren que lo llevará a un largo viaje, uno de aquellos que hacía de niño antes de enrolarse como telegrafista. “Quisiera morir como Sixto Durán-Ballén (expresidente de la República). Se quedó dormido y no despertó más”, medita.
Cerca de la silla reposa el bastón que lo sostiene en sus cortas caminatas diarias. El cardiólogo le dijo que debía pasear, pero sin agitarse demasiado. “Uno a veces hasta se aburre”, admite sin perder la sonrisa.
El paso del tiempo no ha hecho mella en su memoria, a la que recurre para resumir su atareada vida. Nació en Pifo, cerca de la actual terminal aérea Mariscal Sucre. Estudió en el colegio Mejía, que abandonó por las dificultades económicas que le suponían los desplazamientos.
Y cuando dejó el telégrafo trabajó en el Banco Central, debido a la necesidad de incrementar sus ingresos para mantener a la familia. Allí, su afición a la pintura, que había cultivado desde pequeño, dio un salto de calidad. Hasta retrató a algunos de sus superiores. La acuarela y el pincel volaban en los lienzos, donde también plasmó numerosos paisajes, como la plaza Central de Tumbaco o el ferrocarril de la localidad.
Díaz recorre por última vez la casona vieja y se para cerca de una columna. Se lo nota melancólico. Añora el tiempo en que telegrafiaba las cartas de gente anónima que anhelaba saber de sus parientes, el sonido de los centavos que los usuarios revolvían en sus bolsillos antes de pagar. La transmisión duraba cuatro o cinco minutos... “Estoy contento con lo que he hecho”, sentencia mientras se pierde en la calle donde, antaño, la locomotora y el telégrafo vivieron un intenso romance.