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¡Hombres rata!
Apartados de la sociedad, cuatro personas han hecho de un desagüe de aguas servidas, en el norte de Guayaquil, su espacio para vivir.

Miguel y Rolando caminan por un puente improvisado para entrar y salir de la covacha.
Las ratas, insectos y culebras son sus compañeros de supervivencia. En un oscuro y mal oliente canal de agua residuales, también rodeados de basura y maleza, viven cuatro hombres que claman por ayuda. Ellos no solo son víctimas de la pobreza y carecen de un hogar digno, también están sumidos en la adicción a las drogas.
Los muros de cemento del desagüe, más un pedazo de plywood (madera) y plásticos se improvisan como las paredes de la covacha, en la que habitan estas desafortunadas personas. Allí, una sábana floreada funge de puerta. El drenaje está ubicado en la oreja vial que conecta las avenidas Francisco de Orellana, Narcisa de Jesús y vía Perimetral, en el norte de Guayaquil.
Miguel Ángel Cuenca Robles, de 36 años, es uno de los desventurados que pasa sus días y noches en este espacio de metro y medio de ancho y casi dos de alto. Para ingresar hay que pasar por un camino hecho con tablas.El lugar está rodeado de basura, agua putrefacta y desperdicios.
Pero Miguel Ángel no está solo, junto a él conviven Rolando Moisés Rodríguez Crespo, de 35 años, Julio Suárez (26) y otro camarada a quien cariñosamente llaman tío Arroyo.

Aunque el sitio es transitado a diario por miles de ciudadanos, muchos ni se imaginan que estos cuatro hombres viven en esta cloaca y en tan precarias condiciones.
Miguel afirma que su refugio solo lo protege del frío y del sol, porque en invierno se inunda.
“Cuando llueve nos toca salir, sacar nuestra escasa ropa y buscar dónde escampar. Durante la época de mayor crisis por la pandemia, cerca al canal había un séquito de policías y militares. Fue difícil, no podíamos salir, temíamos ir presos. Nosotros no nos metemos con nadie, preferimos pasar inadvertidos”, asegura Miguel Ángel.
El guayaquileño reconoce que la higiene es complicada, pues no cuenta con una ducha y cuando llovizna cubren con bolsas de plástico el canal para evitar inundaciones.

“Cierro los ojos y pienso que es la habitación de un hotel cinco estrellas, hago volar mi imaginación para no asimilar que estoy viviendo en un desagüe como una rata. Fantaseo que a mi lado están mis tres hijos y mi madre”, expresa con tristeza Cuenca.
De sus días como trabajador en una empresa de limpieza solo quedan recuerdos, pues ahora barre y recoge botellas plásticas y cartones en las calles porteñas, pero para que le regalen una moneda con la que pueda comprar alimentos y también adquirir la sustancia alucinógena que consume desde hace más de una década.
Miguel Ángel es consumidor de la droga conocida como H (compuesta por heroína, cafeína y diltiazem) y de plo plo (combinación de cocaína con bicarbonato de sodio y agua) y por su adicción se perdió su hogar y su familia.
Confiesa que se siente solo y que le espanta reconocer que en el lugar donde habita está rodeado de insectos, ratas y culebras. “A otro amigo ya lo mordieron. Parecen mascotas, se pasan a cada rato y nosotros hemos venido a invadir su hábitat”, sostiene.

Cuenca pide a las autoridades ayuda, pues le gustaría dejar este inhóspito lugar y tener un sitio digno donde vivir. “Mi anhelo es tener un empleo, pero sé que es difícil y por la pandemia más”, afirma.
Rolando, otro de sus compañeros de penurias desde hace tres años, hace ‘cachuelos’ en una vulcanizadora, en el norte de la ciudad. “Pero no es todos los días, solo me llaman cuando hay ‘camello’ y es poco lo que me pagan”, menciona.
El 15 de noviembre Rodríguez cumplirá 36 años. Es padre y su mayor anhelo es recibir un abrazo de su única hija.

“Mi familia no me acepta.No aprueba que soy consumidor .y por eso hace casi un año salí de casa. Antes trabajaba reparando líneas telefónicas, pero me quedé sin empleo y me dediqué a consumir droga y de alcohol”, cuenta con modestia Rolando.
Luis y tío Arroyo, sus otros dos compañeros de desventura, prefieren esconder sus rostros y no hablar de sus vidas para que sus familiares no sepan en qué condiciones viven. Esto les avergüenza. Sin embargo, ellos también tienen la ilusión de que alguien les tienda la mano con un trabajo para así poder vivir dignamente y dejar atrás la zanja donde habitan.
