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Incentivo: “No es limosna es un derecho”
Un grupo de jubilados cuenta sus duras historias ante la falta de pago de un valor que queda pendiente, pese al trabajo de años.

Norma Muñoz permanece en una cama de hospital. Añora estar con su esposo, hijos y nietos.
Lo amó con prisa, sabiendo que el final de su esposo estaba cerca. Carlos Pacheco era el maestro de sus hijos, pero no fue hasta que ellos terminaron la escuela cuando Martha Velasco se enamoró de él.
“Era un hombre maravilloso”, resume sumida en el luto de quien perdió al amor de su vida. Agradece al cielo que el sufrimiento de Carlos no se prolongara mucho.
Fueron 18 meses los que el hombre vivió luego de enterarse de que tenía cáncer en el pulmón izquierdo.
Él era jubilado y, como los maestros dicen, sobrevivió “al día” con su escasa pensión.
Sin embargo, nunca llegó a recibir el saldo del incentivo que por Ley le correspondía y por el que luchó hasta perecer. “Le debo tanto, les dio educación a mis tres hijos”, lamenta Martha, con la herida aún fresca.
El 2 de junio la enfermedad le ganó la batalla a Carlos. Él, un guerrero empedernido, terminó sus días en compañía de su mujer, con quien además de un profundo amor, compartía la fe por la Virgen de Guadalupe.
Con la promesa de estar unidos para siempre, juntos levantaron una pequeña vivienda. Hoy, los escasos acabados de la estructura le recuerdan a ella el drama que sumió a Carlos desde el instante mismo en el que decidió jubilarse.
Cuarenta años de servicio se resumieron en un cheque de 12 mil dólares, monto que, según la viuda, no completa ese incentivo jubilar que, de acuerdo a la normativa, superaría poco más del doble.
El destino de ese dinero no hubiera sido una vida de lujos. Apenas paliar los síntomas de la enfermedad, colocar baldosas en la casita y un viaje a México para Martha.
“Quería que fuera a la iglesia de la Guadalupana y que intercediera por él. No pudimos cumplir su sueño”, cuenta la mujer, mientras sus lágrimas afloran.
Ella reniega de la suerte de su amado, la lucha silenciosa, la dolorosa espera y de ese bono que jamás llegó. “Él me decía: no es limosna, es nuestro derecho”, explica.
Aquel incentivo es el anhelo de 7.748 maestros jubilados; muchos murieron esperando.
Historias tristes
En una cama de hospital, Norma Muñoz espera el suyo. Hace un par de años entró al quirófano en una casa de salud del norte de la capital. Aquel día inició su pesadilla.
“Me habían contagiado con una bacteria. Se me acumuló la pus. Ahora no puedo pararme ni caminar”, refiere ella.
Reconoce que allí, “al menos”, están dando solución a sus dolencias, aunque su estadía en aquella cama “aún está de largo”.
Más que el dolor físico, algo que la atormenta es la soledad que vive su esposo en la pequeña casita que juntos levantaron.
Cuando los días despejados desaparecen de la ventana del cuarto que comparte con otra paciente de Infectología, las fotos de su pareja, de sus hijos y de sus nietos son su único consuelo.
Allí, combaten su mal con un fármaco que promete mejorar su dolorosa condición. “Lo triste es que solo tenía hernias discales. Míreme ahora”, replica con voz baja.
En medio de su pesar, recuerda sus días como maestra de primaria y tantas generaciones de niños que hoy “están convertidos en personas de bien, casados y hasta con hijos”.
No le duele tanto el dinero que le deben, sino la desvalorización de una profesión tan sacrificada. Hace unas semanas, una buena amiga de Muñoz falleció, dejando cuatro hijos solos. “Da pena, porque uno se va luchando, lleno de esperanza... pero no hay respuestas de un dinero que por derecho nos corresponde”, añade.
Marcelo Mora indica que son 700. A algunos los mató la enfermedad, a otros la tristeza y a los demás la “ingratitud de un Estado” que no reconoce su sacrificio.
Él, por ejemplo, se enamoró de la docencia desde que era un muchacho y en el 65 se alejó más de 343 kilómetros de su hogar en Cotopaxi para llegar a una escuelita en Manabí, en la que iniciaría su rural.
Allí perfeccionó el oficio y, durante 11 años, educó a un centenar de infantes, basado en el respeto, la honestidad y la gratitud.
“Eran otros tiempos, otra gente. Enseñábamos al calor de las balas y al vaivén del machete”, narra orgulloso del deber cumplido.
Allí, entre una vegetación exuberante y chiquillos en uniforme, conoció a su compañera de vida, María Eterlina Saavedra.
“Es muy curioso. Habíamos nacido a tres kilómetros de distancia, yo en Panzaleo y ella en Mulalillo. Nunca nos vimos en nuestra tierra. Fuimos a toparnos en un desfile de San Plácido (Manabí). Nos enamoramos y nos casamos; el hambre con la necesidad”, bromea.
Ambos también tenían planes para esa platita. Recorrerían el país, viajarían a Cartagena, y por qué no montarían un pequeño negocio para asegurar el futuro.
Nada de eso sucedió. Hoy siguen varados en un círculo burocrático que no aprueba el pago de los saldos. “Me dieron 12 mil dólares, falta más de la mitad”, argumenta el señor, fortalecido por la lucha de su gremio.
Impagos
Él es el presidente de los maestros jubilados entre 2008 y 2010 de Ecuador que siguen impagos por casi una década.
En marzo de 2011, los representantes de 10 provincias impusieron una demanda en contra del Estado por las deudas, pero el tribunal falló en su contra.
Tantos desaciertos no lo doblegan. Hace cinco años, Mora encabezó una comisión para llevar su caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. “En 2012 hasta presentamos un proyecto de ley que, actualmente, duerme en la Asamblea. Ahora solo necesitamos un decreto ejecutivo para que nos paguen”, sentencia.
Su tesorero, Jorge Naula, añade que su cargo es solo un nombre “porque hace rato” que no maneja ni un centavo.
Él también estuvo asignado a provincia cuando inició su carrera de profesor. Coincide con Mora en que eran otros tiempos y que “cuando uno es joven” no nota las carencias de la profesión.
En 1967, los niños de un recinto de Muisne, Esmeraldas, recibieron su vocación de enseñar con la misma humildad y simpatía que perduró durante las más de dos décadas que laboró en esa zona.
En esos días, el viaje hasta el poblado se hacía en grandes barcos bananeros, que recogían la fruta por los pueblos de la ruta. “Íbamos parando en cada lugar, por eso nos hacíamos entre 10 y 12 horas”, recuerda con sus pupilas iluminadas. En esos mismos parajes conoció a la mujer de su vida y ambos tuvieron cuatro hijos. Aunque el maestro sabe bien que la “restringida” situación económica es un estilo de vida para los docentes, aún mantiene la esperanza de que le paguen el dinero faltante, que, al igual que sus colegas, bordea los 16 mil dólares. “Con la plata quisiera conocer Galápagos, comer mejor, tratarme bien”, describe ilusionado.