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¡La calle no es para los niños!
Comerciantes pueden acudir a un centro de cuidado nocturno en La Mariscal. Pero no todos aceptan el proyecto. ¿Cómo hacer?

Los trabajadores del Patronato San José informan a los padres del servicio.
El laberinto de La Mariscal borra sus pequeños pasos de la escena... En aquella zona rosa del norte de Quito, entre los comerciantes y los farristas que desde el jueves se instalan, los niños casi parecen invisibles.
Allí, con frases breves y similares a las que usan para anunciar los cigarrillos y las golosinas, los padres dan la voz de alerta ante el arribo de la Policía.
En ese mismo instante, aquel manojo discreto de niñitos se pierde con sus cajitas de mercadería entre las manos por los pasadizos de la Plaza Foch.
Es tarde, casi las 23:00 de un viernes frío. Para algunos la jornada continúa...
Los más pequeños aguardan en las escalinatas y umbrales, arrullados en los brazos de un hermano mayor, que apenas es capaz de sostenerlos.
Mientras tanto, los demás sortean el descuidado caminar de los transeúntes, a los que muestran sus productos con astucia y picardía. “Lleve una rosa para la novia que está bonita”, dice Juan, de siete años, ante los ojos asombrados de una pareja. “Apure o le va a dejar por tacaño”, insiste el niño con una sonrisa a la que le faltan un par de dientes.
Esa misma noche y a pocas cuadras de distancia, Leo se sienta frente a un plato humeante de sopa. Para su madre “es una bendición” que el último de sus hijos no corra la misma suerte que sus tres hermanos.
Y es que la vida de Eliana ha sido igual desde que su marido se fue hace ya cinco años. Cuando llega la noche del jueves, ella alista sus confites y desde Chillogallo, en el sur de Quito, viaja hasta La Mariscal para ganarse el sustento de los suyos.
Antes, sus retoños la acompañaban en la pesada jornada que, generalmente, se extendía hasta las tres de la mañana. “Leo es afortunado. Hay un centro de cuidado nocturno donde lo atienden mientras yo trabajo. No pasa hambre y no se expone a los peligros de la calle”, cuenta ella con un tono de alivio.
El sitio, de dos pisos y situado cerca de la avenida Colón, acoge a 50 niños y adolescentes cuando sus padres recorren las calles de la zona rosa con sus mercaderías a cuestas. Allí realizan actividades recreativas, reciben la cena y se van a la cama.
“Debo recogerlo un poco antes de las tres, pero es una ayuda increíble”, destaca Eliana, apoyada en la puerta de un bar.
Las realidades de niños como Leo y Juan chocan constantemente en ese espacio. Si bien existe la alternativa del centro de cuidado Guagua Quinde, no todos los padres están interesados.
“Quién me va a ayudar a trabajar”, reclama uno de los comerciantes, luego de ser alcanzado por dos muchachos miembros de la iniciativa que hacen abordajes en la calle.
Esta vez no hubo suerte y el niño, de menos de seis años, pasará otra velada con tabacos entre las manos.
Un acto de amor
Cinco hijos y tres nietos de Laura acuden al espacio seguro. Ella tardó poco en entender que allí estarían mejor que en el ambiente nocturno de La Mariscal.
Cuando llega temprano a la zona rosa, antes de que el Guagua Quinde haya abierto su portal, organiza a su ‘rondador’ de niños para empezar la labor.
Tiempo atrás el más pequeño, acomodado en un minúsculo bulto sobre su espalda, permanecía dormido toda la noche, pero a veces estaba “más inquieto” y con ganas de jugar.
Él es el menor del hogar. Es el primogénito de su hija Lourdes, de 16 años, y ahora ambos aguardan en aquel espacio hasta que Laura termine su oficio.
“He tenido una vida muy dura. El año pasado mi marido murió por el consumo de alcohol artesanal. Esta es mi única opción”, comenta la mujer, quien desde la tarde del jueves sale de su casa, situada en La Ferroviaria, para ganarse la vida con un puestito de golosinas y tabacos en la calle Calama.
Siempre atenta al reloj, espera la hora para volver a ver a los chiquillos. “Tenerles en la calle era un riesgo. Siempre sentía miedo de que les vayan a violar o robar. Dios no quiera y les alcanzaba una bala perdida o les daban un botellazo”.
Involucrada en la misma actividad comercial de Laura, lo único que Maribel lamenta es que el Guagua Quinde no esté abierto desde un poco más temprano. “No es para librarme de mis niños, sino para ganar un poco más de dinero, que buena falta me hace”, explica la madre de cuatro.
Los dos primeros debieron pasar más tiempo entre portón y portón de los clubes de La Mariscal. Ahora, durmiendo en las camitas del centro de cuidado, los más pequeños esperan que la jornada de mamá concluya.
Tienen cuatro y cinco años, edades propicias para los correteos sin fin. “Eso me asusta. En un descuido les puede pisar un carro”, indica Maribel, quien esa misma tarde retornó apesadumbrada a su puesto porque aún no abrían el centro de cuidado.
“Me va a tocar volver. Hasta mientras voy a ver si gano unos centavitos”, dice la madre, que una hora más tarde regresa al lugar para entregar a sus retoños.
La feria
En los días de feria, el correteo incesante de los comerciantes ocupa su mente por completo. Es una faena pesada que inicia antes de las dos de la mañana.
Todo debe estar listo para las primeras horas del día, cuando un millar de clientes llegan al Mercado Mayorista, en el sur de Quito, para conseguir las provisiones de la semana.
Allí, antes los niños dormían en cajas, mientras sus madres cumplían con las tareas de desgranar, apilar y cargar productos. Hoy, otro centro de cuidado alivia las tareas de las caseritas y permite a los niños dormir en una camita caliente.
“Hubo algunos accidentes con los bebés. O se perdían o se iban en la basura”, asegura Inés, comerciante del recinto. Ella creció entre puestos de frutas y verduras, por lo que las frías noches previas a la feria le han dejado dolor en los huesos. “Es muy bueno que nuestros hijos no deban pasar por lo mismo. Es su derecho estar a salvo”, finaliza.
*Cumpliendo con la ley y para proteger a los niños, todos sus nombres han sido reemplazados.
El objetivo es disuadir a los padres
Desde el miércoles, el Guagua Quinde de La Mariscal, una iniciativa del Patronato San José, recibe a los hijos de los comerciantes. El espacio está habilitado también los jueves, viernes y sábados.
La encargada del lugar, Carola Andocilla, manifiesta que la iniciativa es integral y permite alejar por completo a los infantes de la actividad comercial.
Además del servicio de cuidado nocturno, aquel espacio permanece abierto desde las 07:30 para 80 menores de edad.
Allí se desarrollan actividades académicas y tareas dirigidas, pero cuando llega la noche el sitio acomoda sus instalaciones para los hijos de los vendedores. La iniciativa está dirigida a infantes desde los seis meses. “Trabajamos en distintos grupos. Se les da de comer, hacen obras de teatro, entre otras cosas”, detalla la vocera.
Según Daniela Peralta, jefa de la Unidad de Otras Temáticas del Patronato San José, el objetivo es eliminar la callejización de los niños.
El primer paso del trabajo consiste en disuadir a los padres de que mantengan a los menores en la calle. “Además de los peligros, están los retrasos en el desarrollo de los niños. Cuando llegan al Guagua Quinde la diferencia es notoria”, resalta.
Para Peralta, esta es una labor de paciencia y en ocasiones debe intervenir la Dinapen. “Se debe entender que un niño no debe estar vendiendo en la calle. El comprador también tiene una multa”, advierte. Adicionalmente, en el Guagua Quinde se brinda apoyo a familias que tienen a sus hijos indocumentados. “La idea es proporcionarles ese derecho y reforzar la dignidad”.