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Alrededor de 30 niños viven en el ‘refugio improvisado’.Miguel Canales / EXTRA

Una noche en ‘Venezuela chiquita’

Carmen fue la ‘fundadora’ de este improvisado refugio que cuenta con sus propias reglas para evitar problemas entre ellos. Limpian los baños y cuidan el césped sintético para poder ser recibidos al día siguiente.

Todos los días, a partir de las 06:00, es un parque deportivo. Pero a las 22:30 aquellas áreas verdes se convierten en ‘Venezuela chiquita’ o simplemente un refugio improvisado para migrantes.

Colchones, sábanas, carpas y cientos de bolsos cubren las nueve canchas (4 de fútbol, 3 de voleibol y 2 de básquet) del complejo ubicado en la parte baja del intercambiador de tránsito que conecta a la avenida de Las Américas con la autopista Narcisa de Jesús Martillo Morán, norte de Guayaquil.

El lugar pasó a ser el destino ideal para los extranjeros que, empujados por la crisis que atraviesa Venezuela, han llegado a la ciudad y que en este espacio encontraron una alternativa menos peligrosa a la de pernoctar en las calles.

Según datos del registro migratorio, desde mayo de 2017 hasta julio de 2019 ingresaron a Ecuador 1’ 673.980 venezolanos, de los cuales 341.561 permanecen en el país. De ese grupo, más de 115.000 cuentan con algún tipo de visa.

Alrededor de cien venezolanos transforman estas instalaciones en un ‘hotel de paso’. Las rampas de patinaje no son usadas para lo que fueron construidas a finales de 2012. Ahora son el lugar de reunión para fumar y olvidar los diversos problemas que los obligó a migrar.

Pese a que el área destinada para levantar sus carpas y colocar sus camas no tiene una medida exacta, todas van desde los 2 metros de largo y 2.5 de ancho. El lugar es oscuro, pero cada migrante con facilidad logra encontrar su puesto. Todos saben exactamente dónde está su ‘camita’ en esta gran habitación cubierta por el olor a humedad, comida guardada y ropa sucia.

El jueves, el reloj minutea las 23:45. Jairo le da una pitada a lo poco que queda del cigarro y se apresura a cubrirse del frío con su vieja chompa. Intenta olvidar lo duro que es vivir en las calles y lo difícil que resulta ignorar las punzadas en el estómago debido al hambre.

Pero lo que no borra de su memoria es el cariño de su familia y los motivos por los que se alejó de sus seres queridos. “El frío y el hambre pasan, pero la tristeza no”, dijo.

Este joven, de 24 años, llegó al parque hace cuatro meses y desde entonces no ha podido conseguir un mejor lugar para ‘hospedarse’, pues asegura que el poco dinero que gana vendiendo agua es para enviar a su país.

Desde diciembre del año pasado, los venezolanos comenzaron a acudir a este improvisado refugio en búsqueda de protección contra el peligro de las noches porteñas.

Aquí llegan solo para dormir y recargar fuerzas para seguir trabajando. No se quedan por más tiempo, pues no quieren que las autoridades los echen. Deben tratar de descansar cuando llegan, ya que tienen entre 5 y 6 horas de sueño. No pueden quedarse más tiempo porque a las 06:00 deben partir del lugar.

Se consideran una “familia” que cuida de este complejo deportivo, como agradecimiento por permitirles tener un sitio para descansar.

Cada día se reparten las actividades para el mantenimiento del lugar (cuidan el césped sintético y limpian los baños). También se turnan para ocupar las dos duchas y ocho servicios higiénicos con que cuenta el complejo deportivo. La recolección de los desperdicios depende de cada uno.

Esta “familia” también hace respetar sus reglamentos. Si alguien, en su instinto de supervivencia, quiere imponerse sobre otra persona y genera problemas, lo expulsan del lugar.

La realidad

María salió de su natal Valencia, en el estado de Carabobo, el pasado 8 de junio. Caminó 9.260 kilómetros durante 12 días con su hijo de 1 año en brazos. Soportó agotadoras semanas con hambre. Aún no olvida la tortura que soportaron sus pies, pero ese dolor no se compara con lo que siente al extrañar a sus otros dos hijos.

Su familia terminó fraccionada: su hija de 7 está en Perú con su madre, y su pequeño de 5 se quedó en Venezuela.

María llegó a nuestra frontera el 21 de junio con solo una cobija, pues en Bogotá unos hinchas de un equipo de fútbol la amenazaron con varios cuchillos y le arrebataron todas sus pertenencias, “no me dolió que se llevaran mi ropa, me partió el alma que se llevaran las fotos de mis hijos y ahora no tengo como ver sus caritas antes de dormir”, rememoró mientras secaba sus lágrimas.

Para ella, llegar a este refugio después de tantos problemas que atravesó ha sido una salvación, aunque sabe que es solo un lugar para dormir.

Es la 01:00 y esta joven madre se percata que su bebé está profundamente dormido. Ella decide descansar, ya que en cuestión de horas tendrá que salir a algún semáforo a vender caramelos para poder enviarle algo de dinero a su familia.

La líder

Carmen (nombre protegido) fue la primera en llegar a este parque desde el estado de Yaracuy, en diciembre del año pasado. Ella sabe lo que es soportar un invierno en la calle, “eso es horrible. Es difícil tratar de dormir bajo la lluvia y el frío se vuelve insoportable”, expresó la mujer de 37 años, quien lidera el refugio improvisado.

Asumir ese rol fue por decisión propia, pues fue la ‘fundadora’ de la idea. Ella se encarga de asignar las tareas y motivar a sus compatriotas a mantener el lugar en orden.

“Aquí todos buscamos protegernos y todos saben las tareas que deben realizar y colaboran con la limpieza y saben que deben respetar su espacio. Gracias a Dios nada malo ha pasado hasta el momento”.

Carmen no quiere que otros venezolanos pasen por las mismas dificultades que ella al llegar a Ecuador. Aquí nadie la recibió y sola asumió el liderazgo de este ‘hotel’. “Caminé durante 15 días debido a la crisis. Recuerdo que ya no sentía mis pies de los hinchados que estaban, pero fui fuerte porque migré con mi prima que estaba embarazada y por ella debía ser valiente”, contó.

La líder vivió cerca de 16 días en compañía de su prima y como el ‘refugio’ está cerca de la terminal decidió conseguir más personas para que las acompañen, por lo invitaba a quienes llegaban al país y estaban solos igual que ella. Cuando Carmen se dio cuenta ya eran una gran familia y ahora son cerca de 100.

La “familia” recibe ayuda de un grupo de cristianos evangélicos que llegan a predicarles la palabra de Dios y a brindarles alimentos, cobijas y hasta pañales.

Todos trabajan durante el día y por las noches vuelven a unirse para revivir los recuerdos del país que los vio nacer y también partir en busca de mejores días.