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Alejandrina, la santera que se hizo licenciada a los 73
Es la quinta de 13 hermanos. Acaba de obtener su título en Desarrollo Comunitario Ambiental. Nació en Quinindé, pero hizo su vida en Guayaquil.
La vio. No le ponía más de 22 años. Ella andaba por los 14. La paciente estaba echada, atada de pies y manos, en la sala de su tío Felipe. Algo en el vientre le rebotaba como un feto. Era una tortuga. Le habían hecho brujería.
Ese día, mientras aprendía de su tío a buscar los montes que curarían a la enferma, la esmeraldeña Alejandrina Quiñónez ratificó que nació para ser santera, como casi toda su familia por parte de madre, donde ocupó el quinto lugar de entre 13 hijos.
De ella llaman la atención su atuendo tradicional, sus anillos de oro, plata y bronce, sus collares coloridos y largos, sus pañuelos y sus más de cien diplomas colocados en la pared de su casa.
Es que Alejandrina, además de santera, es adicta al estudio. Ha aprobado todos los cursos de Aprendamos y se ha inscrito en un montón de capacitaciones ligadas al mundo de la enfermería, actividad que ejerció por muchos años en al menos tres hospitales de esta ciudad.
Vive en Durán, pero Guayaquil es su casa también. Tuvo un hogar en Cristóbal Colón y la Séptima y otro en La Chala. La Perla la acogió cuando decidió emigrar de su natal Quinindé, en los 70. “Debía hallar un futuro que la aleje del estancamiento en el que se hallaba, lavando ropa, trabajando en casas, atendiendo partos al lado de mi madre...”.
Esos trabajos le servían para comprar telas y vestirse con trajes que ella misma confecciona hasta hoy, esto luego de, por supuesto, haber estudiado para modista.
Alejandrina, a fin de cuentas, jamás se cansa de aprender.
Fueron sus ganas de superación las que la hicieron acreedora de la licenciatura en Desarrollo Comunitario Ambiental, a sus 73 años, hace algo menos de cuatro meses.
Se inscribió allí en 2009, el año en que fue candidata a concejala, en un intento de iniciar una vida política pasmada con la derrota que, sin embargo, no pudo frenarla a alcanzar su sueño de ser profesional.
“No fue fácil. Yo había egresado en 2012, pero recién me asignaron al tutor de tesis”, recuerda orgullosa de su logro y con la certeza de empezar, apenas haya la oportunidad, su cuarto nivel.
La santera es una luchadora incansable. Lo es pese a que, por conducta, la expulsaron de algunas escuelas de Esmeraldas. “Me chispeaban por relajosa, pero nunca se me fueron las ganas de llegar a ser alguien”, asegura entre risas, mientras se acomoda sus anillos.
Llegar a la licenciatura a esta edad fue motivo de burlas de algunos profesores. “Me decían que no tenía cerebro, que estaba vieja, pero yo seguí”.
No profundiza en el porqué de estos ataques, pero lo resume con una frase: “Nunca dejé que me traten mal”. Afirma incluso haber sido víctima de racismo dentro de la entidad, lo que le produjo un infarto cerebral del que salió librada hace menos de un lustro.
A pesar de todas las contrariedades, logró surgir. Años antes había ya egresado de Jurisprudencia, pero no pudo obtener el título, “porque murió el secretario” y los papeles de sus notas se perdieron.
Luego intentó entrar a Tecnología Médica, donde aprendió a hacer aparatos ortopédicos; pero, con segundo año culminado, tuvo un problema con un profesor y le negaron la matrícula. Eran tiempos en que la universidad era tierra de nadie, se lamenta.
No es lo único que repudia de su vida estudiantil. Alejandrina es tan contestataria que incluso se ha tomado un colegio. El Flores Torres, que ya no existe. Era adulta cuando eso pasó. “Había demasiada corrupción, alguien tenía que ponerles un alto”, argumenta cuando explica que metió candados a las puertas para que boten a un profesor.
Lo único que a Alejandrina le falta aprender es cómo elegir a sus compañeros sentimentales. Le han tocado desde uno gay hasta otro que la engañó con su propia hermana. Aunque a estas alturas asegura que ya no le interesa nada que tenga que ver con el amor.
Crio a cinco de siete hijos
Alejandrina Quiñónez empezó su vida marital a los 14 años. Ha tenido al menos cuatro compañeros de vida, y dos de ellos son los padres de los siete hijos que trajo al mundo.
Dos niñas murieron a temprana edad. Los demás la visitan eventualmente en su casa, ubicada en la Primavera 2, de Durán, donde también atiende las consultas de su oficio de santera.