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María, de 44 años, vive en el sector del Camal Metropolitano y lleva sus muñecas de trapo hasta el Centro Histórico de Quito y al Mercado Central.René Fraga / EXTRA

Las últimas cajoneras de Quito

Años atrás, las muñecas de trapo de santo domingo eran los juguetes preferidos, así como las ‘chucherías’ de estas señoras.

María Durán se sienta en el filo de la cama, rodeada de retazos de tela, lanas e hilos. Toma en sus manos los cuerpos de las muñecas de trapo y verifica que tengan la misma estatura, 18 centímetros. Las grandes puntadas dan forma al tren inferior de los cuerpos, los rellena de telas pequeñas con gran precisión.

La casa es sencilla con los pisos de cemento y una escultura de la Virgen de El Quinche acompaña las labores de la mujer, de 44 años, que ha sostenido a su familia con este oficio. “Cuando me separé de mi esposo, mi madre me enseñó a hacer las muñecas y a mí me gusta coser mucho”, relata María, quien sonríe al recordar que los primeros intentos no tuvieron resultados tan buenos.

Perfeccionó las puntadas con el pasar de los 22 años que lleva cosiendo estos tradicionales juguetes. Primero tenía patrones de confección para guiarse, ahora lo hace todo ‘al ojo’, por lo que se demora no más de un día en hacer tres o cuatro docenas con el perfeccionamiento de los rasgos del rostro de cada una y la ropa, entre faldas, blusas y una pechera blanca, indispensable para que no se vean las puntadas con lana.

Pero antes el negocio era bueno, cuando las cajoneras de la plaza de Santo Domingo eran 40 y el centro de las compras era el casco colonial. “Antes entregaba unas 10 o 12 docenas a las cajoneras del centro, ahora a lo mucho me piden unas tres”, comenta María.

El negocio no tiene ganancias muy altas por lo que busca otras opciones para mantener a su familia, como lavar y planchar ropa ajena. Sin embargo, estos oficios también han declinado en cuanto a clientela, puesto que la tecnología ha reemplazado las manos de decenas de estas mujeres.

Los retazos de tela que se utilizan para este proceso son donados por los almacenes de telas o las costureras, pero eso sí deben ser coloridos y evitar la licra.

“Procuro escoger los colores más llamativos para que queden alegres y combinen”, cuenta mientras le da algunas instrucciones a su yerno José Chillagana, de 22 años.

El proceso

Para esta madre de dos hijos, el proceso de confección es fácil y entretenido. Inicia cortando los retazos en forma de V para dar la figura del tronco y las piernas, luego la cabeza que le da forma ya con el relleno, se unen. Allí es cuando se le pega la pechera blanca para ocultar los hilos. Para los brazos cose una tira de tela de un centímetro de ancho más o menos. Luego va cortando de acuerdo a cada cuerpecito y les une.

Allí entran las ropitas, que son cortadas a manera de patrones y cosidas también a mano. Un par de dobleces más con una tela de otro color y aparece la blusa. María es muy devota a la Virgen de El Quinche, por la que ha ido 13 años consecutivos a la caminata hasta esa parroquia, desde Quito.

“Una vez mi hijo estuvo grave y lo salvó cuando tenía dos años. Me lo devolvió”, relata. Ella entrega su trabajo a Lucía Claudio, una de las últimas cajoneras del portal de Santo Domingo.

Los cajones donde hay todo

El bullicio del Centro Histórico alberga tradiciones que poco a poco se van a apagando. En el lado derecho de la iglesia de Santo Domingo, en la calle Bolívar, hay un corredor poco transitado, solo algunos clientes de los lustrabotas pasan por ahí. Pero cerca de la calle Guayaquil está Lucía Claudio y su hermana Ana, listas para un día más de trabajo.

Una especie de cómoda es puesta contra la pared blanca y los colores empiezan a desfilar. Peines, vinchas, corta uñas, limas, esferos, cajas de invisibles, cepillos de lavar ropa, pañuelos, fajas, cordones y las tradicionales muñecas de trapo, salen de los cajones de la vendedora. En eso, una señora de unos 70 años se acerca, sigilosa y entre murmullos compra cinco muñecas negras.

“Es para hacer curaciones, no para hacer daño”, aclara vigorosamente la clienta, porque algunas personas compran estas figuras de tela para fines esotéricos. “Esas cosas no existen, no son de Dios. Pero como igual me hacen el gasto, qué más puedo decir”, reniega doña Lucía.

Las muñecas de trapo son el producto que más vende y que le permiten mantenerse a sus 76 años, pero su origen no es el de hacer rituales, sino el de entretener a las niñas de décadas pasadas, el juguete preferido de la mayoría de quiteñas del siglo pasado.

“Mis hijos me hablan porque me empecino en venir a trabajar, no me acostumbro a quedarme en la casa”, reitera la comerciante, mientras desenreda los cordones para exhibirlos a la venta.

Ella ha pasado toda su vida en ese corredor, que aunque ahora luzca vacío, hace unos años estaba lleno de gente y de más cajoneras. “Éramos como 40 vendedoras, pero todas ya se han ido muriendo, solo quedamos mi hermana y yo”, asevera.

Doña Lucía ha tenido la misma rutina durante 50 años: llegar a la bodega, llamar a un cargador, desempacar y empacar las cosas cuidadosamente. Las acomoda de tal forma que nada queda fuera, y se molesta un poco si es interrumpida. “Me demoro siquiera una hora en acomodar mi puesto para poder vender”, reitera.

Su madre también fue cajonera y le heredó el talento para las ventas y el trato con los clientes.

No es lo mismo que antes

Suspira mientras recuerda los años pasados, en los que los quiteños se volcaban al centro para hacer sus compras, porque no encontraban la mayoría de productos en sectores periféricos. Pero la ciudad ha crecido y con ello los negocios en todos los barrios de la urbe. “Cuando estaba la terminal aquí en Cumandá, el negocio era otra cosa, vendíamos bien”, afirma. El flujo comercial de los viajeros que llegaban al sector se fue al sur cuando reubicaron esta infraestructura.

Pero Claudia ama lo que hace, conoce y charla con la gente que se acerca y pregunta aunque sea de casualidad de qué se trata todo lo que vende. “Hemos pasado muchas cosas también, sobre todo en las ‘bullas’ de hace años. Tenía que esconderme atrás de algún portón y no importaba si dejaba el puesto solo”, rememora.

Ahora su jornada de trabajo es más liviana, porque sus hijos, todos mayores de edad, la apoyan económicamente, mucho más desde que quedó viuda. Su hermana mayor Ana siempre se sienta junto a ella, vende los mismos productos, pero no disfruta tanto de conversar y conocer gente, prefiere el silencio. No levanta casi la mirada, como para evitar ser atrapada, acomoda lentamente sus cosas y acaricia las muñecas de trapo, como quien añora los tiempos en que no eran mercancía, sino un inocente juego de niños.

Desarrollan la socialización

Según el psicólogo educativo Napoléon Vásquez, los juguetes como las muñecas, los trompos, perinolas, entre otros, permiten a los niños desarrollar su capacidad de socialización con otros pequeños. No así lo que sucede con los videojuegos que tanto están de moda y en los que los chicos se inmiscuyen tanto tiempo.

“He tenido casos de chicos que no quieren compartir con sus familias por estar en las consolas de juego y los padres no saben qué hacer”, comenta. Por otro lado, menciona que los juegos físicos ayudan a los padres a controlar el tiempo que sus hijos le dedican al juego, cosa que se torna difícil cuando un niño se encierra en su cuarto a jugar online.