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Una premonición antes de la masacre en Guayaquil: lo que contó una de las víctimas
Una semana antes de morir Julián Gruezo compartió la visión que tuvo en un sueño. Protegió a su hijo hasta el último instante, hubo 13 baleados
Una semana antes de su muerte, Julián Gruezo Ayoví sorprendió a sus hermanos de la iglesia cristiana con un relato que, para muchos, estaba cargado de significado.
Durante una comida compartida con miembros de la congregación, interrumpió la charla para decir:
—Hermanos, ¿saben que tuve un sueño… una revelación?
Narró que, en esa visión, se veía rodeado de personas, predicando la palabra de Dios vestido con una túnica blanca. El esposo de una de las hermanas presentes le dijo:
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—Hermano, esas son las batas sacerdotales.
Julián sonrió y exclamó:
—¡Gloria a Dios que el Señor me esté dando este sueño!
La conversación se prolongó, como tantas otras veces, porque a él le encantaba hablar de su fe. Siempre repetía: “Esta es mi familia, aquí compartimos todo”.

El que cantaba y predicaba
Karla Campoverde, una de sus hermanas en la fe de la congregación Los Amigos de Dios, ubicada en la cooperativa Trinidad de Dios, a pocas cuadras del lugar donde ocurrió la masacre, lo recuerda con nitidez
“Era una persona muy alegre, siempre con una sonrisa. Le encantaba predicar. En su trabajo todos lo conocían porque hablaba de Dios a cualquiera que se cruzara en su camino. También cantaba mucho. Si uno preguntaba por él, la gente respondía: ‘Ah, sí, el que canta y predica todos los días’. En la iglesia era igual: le gustaba compartir, siempre animado, siempre presente. Hoy nos hace muchísima falta en la congregación”, relata.
Ocho días después de aquella visión, la vida de Julián se apagó en un hecho violento. El domingo 10 de agosto un grupo de delincuentes, a bordo de camionetas y motocicletas, irrumpió en el noroeste de Guayaquil y disparó contra las personas que se encontraban allí. Julián, esmeraldeño de 46 años que vendía jugo de coco en una de las veredas del sector, fue una de las seis víctimas mortales.

En medio del terror, no dejó de orar. Con su cuerpo intentó cubrir a su hijo, buscando amparo en Dios como si, de una forma dolorosa e inesperada, aquel instante fuera el cumplimiento de la visión que lo había marcado días antes.
Sus restos fueron llevados a su natal Esmeraldas para ser velados y sepultados. Isabel, su esposa, explica que casi toda la familia vive allí, por lo que decidieron darle descanso en su tierra.
“Mi esposo era un hombre de Dios, entregado a Él. Todos los días, antes de comenzar su jornada de trabajo, predicaba y alababa al Señor. Y al terminar hacía lo mismo. No tenía problemas con nadie, no era un delincuente. Fue una víctima colateral. Cuando empezaron a disparar, su amor de padre hizo que protegiera a su hijo. Lo abrazó y no dejó de orar, hasta que finalmente cerró sus ojos para siempre”, dice.
Pastor

El significado de la visión
Para el pastor Moisés Badaraco, la revelación que tuvo Julián no fue casualidad. “Verse predicando con una túnica blanca es un llamado. No todos tienen esa revelación. La túnica blanca, como lo dice Apocalipsis, representa vestiduras limpias, libres de pecado. Quienes las llevan son aquellos que han renunciado al pecado y han limpiado sus vestiduras delante del Señor”.
Badaraco recuerda que Julián llevaba más de dos décadas congregado en la iglesia evangélica junto a su esposa e hijos, y que era un cristiano activo: predicaba en la calle, oraba antes de abrir su negocio, leía la Biblia en público y no se cansaba de compartir el Evangelio.
“Su proceso de salvación no empezó con esa visión, comenzó mucho antes. Él ya vivía en obediencia a Dios y practicaba la palabra divina. Dios llama a través de sueños, visiones y revelaciones, porque tiene amor y misericordia. Y Julián atendió ese llamado”, afirma.
Sobre el día de la tragedia, Badaraco es enfático: “Él no murió por azar. Ofrendó su vida por su hijo, lo protegió hasta el último instante, como un padre cristiano que cumple su deber de proveedor y protector. Sabía a dónde iba y por eso lo hizo sin miedo. Por lo que yo puedo discernir en el Señor, hoy Julián está en Su presencia”.
El pastor Tito Roggiero, de la Iglesia Galilea de Guayaquil, coincide en que se trató de un mensaje divino. “La Biblia, en el libro del profeta Joel, dice que en los últimos tiempos los ancianos y los jóvenes tendrán sueños y visiones. Y lo que él tuvo fue precisamente eso: una visión, no un simple sueño. Se vio predicando, vestido con una túnica blanca, y eso habla de espiritualidad, de pureza, de un estado limpio delante del Señor”.
Roggiero está convencido de que Dios le mostró esa imagen para confirmar su condición espiritual y prepararlo para lo que vendría. “En la intimidad con Dios es donde Él nos habla. Julián oraba todos los días, leía la Biblia en plena calle, cantaba y compartía su fe con todos. El Señor le estaba diciendo que estaba listo, que sus vestiduras estaban limpias”.

Pastor
Y agrega que esa conexión con Dios se reflejó en sus últimos segundos de vida. “En un momento así, lo natural es huir y buscar refugio. Pero él no pensó en sí mismo, pensó en su hijo. Lo cubrió con su cuerpo mientras oraba, aun recibiendo los disparos. Eso demuestra que su espíritu estaba preparado. El Espíritu Santo le dio la certeza de a dónde iba y la valentía para proteger lo que más amaba. Fue un protector, un padre que cumplió su deber hasta el final. Y aunque su partida deja un vacío profundo, creemos que ahora está en la presencia del Señor”.
Un recuerdo que no se borra
En el sector donde Julián vendía jugos y predicaba, moradores y comerciantes mantienen vivo su recuerdo. Lo evocan como la imagen diaria del hombre que, alrededor de las siete de la mañana, llegaba con su carrito, acompañado de su hijo mayor o de su esposa, y que antes de comenzar a trabajar hablaba de Dios, leía la Biblia y entonaba cánticos.
“Fue uno de los tantos inocentes que, ese día, fueron alcanzados por las balas. Ese señor no se metía con nadie; era respetuoso, alegre. En el lugar donde solía poner su carrito de jugos ahora hay un espacio vacío. Ahí quedaron las huellas del ataque: agujeros en las paredes, manchas de sangre que tal vez el tiempo borre, pero no el recuerdo del vendedor de cocos, que permanecerá entre quienes lo conocimos y compartimos con él”, expresa un vendedor de pescados cuyo puesto está frente al sitio donde Julián atendía a diario.
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