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Diario Extra Ecuador

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Alumnos de la calle

Ante la falta de empleo, Jorge, Elmer y Héctor buscan hacerse un hueco como vendedores informales. Tras superar su vergüenza inicial, desgranan algunos secretos del oficio.

El transporte no es tan sencillo como parece...

El transporte no es tan sencillo como parece...Fotos: Bolívar Parra / EXTRA

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Todo parecía ir mal la mañana en que Jorge Vallejo debutó como vendedor de avenas y limonadas. Después de dos años sin trabajo fijo y agobiado por el inicio de un nuevo año lectivo para su hijo, de 16 años, se había colgado al hombro una hielera de espuma flex con 25 botellas. El bar del colegio era su primer punto de venta, pero el primer día de clases, un 24 de abril, le contestaron que si su avena no tenía registro sanitario, aquello era un sueño de pobre.

“Fue tan dramático que varias veces pensé en botarme”, apunta a EXTRA Jorge dos meses después, como preámbulo al desastre que relataría acto seguido. Tras el fracaso en primer grado, volvió a casa –un departamento en un tercer piso que comparte con sus padres, su hijo, su mujer, la hija de ella, un perro y una gata– y pensó en su siguiente paso: el panadero del barrio había accedido a comprarle diez botellas de avena. Sería un comienzo.

Con 35 recipientes colgando del hombro derecho, bajó resuelto los primeros escalones del edificio, en el barrio del Seguro porteño, y la tira escuálida que delataba el peso de la carga terminó por romperse. Maldita sea...

Jorge pensó que el estruendo de los hielos y las botellas era una señal, pero la ignoró porque aún tenía la esperanza viva. Así que empezó a recoger su producto estrella. Cuando llegó a la panadería con la hielera en las manos, el dueño del negocio declinó su oferta de compra. Disparo a quemarropa.

Regresó a casa y contempló las paredes con rabia... Fijó la mirada en la guitarra que había comprado para su hijo en los buenos tiempos, cuando trabajaba en un famoso canal de televisión como editor de vídeos, realizador y actor. En aquel entonces no tuvo ningún presagio de su vida actual, porque nadie lo tiene. Pero como hacía cuando le sobraba el dinero, pensó en su hijo Andrés.

Así que tomó la tira de la guitarra y una correa del perro y las usó para reparar su hielera y salir al semáforo donde convergen las avenidas Vicente Trujillo y la 25 de Julio. No es la ilusión lo que empuja a salir a la calle a un vendedor informal, me instruye Jorge como primera lección. Es la indignación o, como él dice, la arrechera.

La segunda lección que aprendió en la calle es que a nadie le importa cómo te llamas, si antes te codeabas con los ricos y famosos o si egresaste de la universidad, como Jorge. Bajo la luz roja eres un aguatero, un lotero, un ‘panita’, un ‘quakero’, un frutero. Para el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos eres un número, un dígito más entre los dos millones de personas con “empleo inadecuado”. A pesar de todo, ese trabajo puede ser un escenario para pequeños triunfos cotidianos como el de Jorge, quien vendió 64 botellas de avena y limonada a un precio unitario de 0,50 y 0,40 centavos respectivamente, en su debut. Ahora no le parece imposible despachar cien botellas en una buena jornada.

Los amigos

Aquella mañana de abril, Jorge compartió semáforo con Elmer Rincón y Héctor Quiñónez, colombianos y vendedores de frutas, y con un aguatero adolescente. Al principio lo miraron con desconfianza, pero cuando destapó su cajita descubrieron que no era una competencia para ellos. Y hoy se saludan con complicidad. “La calle no tiene dueño”, explica Elmer, un afro de sonrisa fácil. Hasta hace cuatro meses trabajaba como maestro pastelero en una panadería de la ciudad. Hoy compra frutas de estación en el mercado municipal Esclusas y las empaqueta en fundas plásticas. Llega a ganar 20 dólares diarios.

El día en que se lanzó a la urbe se quemó tanto que aprendió a defenderse del sol a base de bloqueador. Pero aún le cuesta aceptar que muchos conductores evadan el contacto visual: “Me duele que ni me miren. ¡Si es gratis!”.

Jorge, acomodado ya en su esquina, resalta que hay que saber dónde adquirir la materia prima. “Me tumbaron en mi primera salida. Compramos 100 botellas de 600 mililitros por 10 dólares y normalmente se usan las de 500...”, recuerda. Con una olla de colada salen 25 de esa talla, que se venden a cincuenta centavos. Si la botella no es del tamaño correcto, la rentabilidad neta merma, explica con cierta autoridad.

Hoy se le nota animado. Quiere arreglar su computadora para diseñar su marca, K-sera. Su madre le regaló un congelador para almacenar el producto que su mujer, Bella Lino, prepara a diario con los secretos de cocina de la familia. Su avena tiene especias y la cantidad justa de agua. Los limones los escoge uno a uno. Bella también es comunicadora con experiencia en un canal de televisión y, al igual que Jorge, lleva demasiado tiempo sin conseguir ‘camello’: “Ahora queremos avanzar.

Queremos sacar el registro sanitario, pero para obtenerlo deben hacer una visita a nuestra cocina. Y piden una cocina apropiada”.

–¿Has sentido vergüenza?

–Sí. Desde la calle en la que vendo veo pasar a diario los carros del canal en el que trabajaba, porque ese canal tiene un estudio cerca de acá –contesta con los ojos mirando al piso.

La primera vez que sintió esa desazón regresó a casa atribulado, y le preguntó a su hijo si le sonrojaba que su padre fuera un vendedor ambulante. El joven le respondió que no y eso lo curó para siempre.

Cuando Facebook le trae imágenes de su vida pasada, Jorge las mira sin nostalgia. Aquella vida parece tan distante como un sueño, pero fue tan real como la que lleva ahora. Por eso comparte en sus redes sociales los gajes de su nuevo oficio: que si la lluvia frena la venta, que si el asfalto carcome las suelas de su único par de zapatos....

–¿Y los amigos?

–Tengo uno o dos de mis años en televisión. El resto te abandona cuando estás j... Es ley –indica entre sonriente y resignado.

Hoy su ‘pana’ es Héctor, ese compañero de calle que le enseñó cómo actuar si “caen” los metropolitanos, el que le confió el secreto de que los taxistas son los mejores clientes.

Para la normativa sobre el uso del espacio y la vía pública, la nueva oficina de Jorge, Héctor y Elmer es la zona C1. La venta informal está prohibida en Guayaquil, pero 480 metropolitanos no pueden frenar a todas las estrellas de los semáforos. La única ocasión en que un agente abordó a Jorge le preguntó por el registro sanitario de sus avenas y limonadas. Tras una breve conversación, pudo seguir trabajando tranquilo.

Jorge hace dos salidas a diario y no suele trabajar los domingos. Como su promedio de venta aumentó a sesenta botellas, emplea una hielera más grande, con ruedas, aunque todavía guarda la que reparó con mucho cariño. Incluso conserva su tic más característico: el de lanzar al aire todo lo que tenga a la mano, su sello distintivo en una calle en la que los vendedores, novatos o no, tienden a mimetizarse. Así, desde el aire, sus botellas bailarinas son más visibles.

De pronto, un grito llega cuatro carros atrás del semáforo: “Quakeeeeroooo”. Es tiempo de avanzar hasta donde otros se detienen.

La difícil relación con los metropolitanos

Los vendedores informales de la Vicente Trujillo y la 25 de Julio recuerdan episodios en los que han pagado “peajes” a los metropolitanos. Nunca los denunciaron porque eso los habría delatado como infractores.

El director municipal de Justicia y Vigilancia, Xavier Narváez, alerta a la ciudadanía de que estas prácticas no están permitidas, al igual que ninguna actividad comercial que ocupe la vía pública.

Los agentes no tendrían que revisar la calidad de los productos, porque su trabajo es vigilar el orden. Sin embargo, Narváez afirma que ese control se centra en “calles y avenidas que han sido sometidas a la regeneración urbana”.

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