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Una ‘guayaca girl’ en Miami
Una mañana, el dueño del Diario me pidió que fuera a su oficina. En su despacho recibí la mejor de todas las noticia. Me iba para la Cumbre de las Américas. Esa cobertura, donde logré “codearme” con periodistas de la talla de Jorge Ramos.
Faltaban dos meses para que culminara 1994 y en las noticias, locales e internacionales el tema habitual era la Primera Cumbre de las Américas que se iba a realizar, en diciembre de ese año, en Miami.
Era una cita con altos dignatarios encabezada por Bill Clinton, presidente, de ese entonces, de Estados Unidos. En la redacción se hablaba de dicho evento, pero no se sabía cuál de los reporteros sería enviado a esa cobertura acompañando a Sixto Durán-Ballén, ex primer mandatario de Ecuador.
Una mañana, el dueño del Diario me pidió que fuera a su oficina. En su despacho recibí la mejor de todas las noticia. Me iba para la Cumbre de las Américas. Esa cobertura, donde logré “codearme” con periodistas de la talla de Jorge Ramos, y estar a escasos pasos de distancia de presidentes como Alberto Fujimori, su hija Keiko; del mismísimo Clinton y su esposa Hillary, entre otros, me ayudó no solo a obtener la visa americana, sino que además me abrió los ojos ante una nueva cultura.
Antes de salir de su oficina, el “gran jefe” ordenó que me dieran de viáticos, una suma de dinero nada despreciable para la época. “Esto es para que vaya a comer al mejor restaurante...”, me recomendó.
Pero la historia sería otra. Miami me intimidó. Era la primera vez que salía de Ecuador. Me defendía bien con el inglés, idioma que aprendí en el colegio Americano, pero no sabía qué hacer, ni para dónde ir.
Estaba alojada en un hotel cinco estrellas, en pleno corazón de South Beach, la parte más chic de la llamada “capital del sol”. Me sentía tan “acholada”, que para no perderme en esa gigantesca ciudad, lo que hacía era recorrer a pie unas cuantas manzanas y regresar al hotel.
En las mañanas, antes de ir a las coberturas, solía cruzar a una gasolinera donde compraba el mismo desayuno que venía en combo: la mitad de un pan baguette hecho sánduche cubano, una taza de café y un vaso gigante de jugo de naranja natural. Una porción del sánduche junto al café se lo regalaba a un mendigo quien siempre estaba afuera del local, yo me quedaba con el resto del desayuno.
Un día antes de regresar a Guayaquil y ya más relajada de las extenuantes coberturas que quedaban a kilómetros de distancia de donde estaba alojada, me dio por recorrer el hotel. Recién ahí descubrí que había una enorme piscina, gimnasio, bares, restaurantes, boutiques y salas de juego. Una de las recepcionistas me indicó que, como huésped podía hacer usos de esas instalaciones y el consumo iría con cargo a la cuenta de mi habitación. ¡Qué desilusión! En ese momento me acordé de todo lo que puede haber hecho con esos viáticos. Pude haber comido y disfrutado mi estadía como una reina, sin embargo, preferí pasarla con el mendigo de la gasolinera. Pero... ¡Así es la vida!