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El doctor ‘Frankenstein’ criollo
Cuando me preguntan cuál ha sido el hecho que siempre recuerdo durante los años que cubrí crónica roja, sin titubear respondo que fue la muerte de cuatro jóvenes, dos hombres y dos mujeres, en un accidente de tránsito.
Cuando me preguntan cuál ha sido el hecho que siempre recuerdo durante los años que cubrí crónica roja, sin titubear respondo que fue la muerte de cuatro jóvenes, dos hombres y dos mujeres, en un accidente de tránsito.
Aunque este tipo de tragedias se dan casi a diario y ya no causan sorpresa, este caso fue distinto y conmovedor por la forma en que se dieron los hechos. Además era la primera vez que veía reconstruir cuerpos para que pudieran ser identificados por sus familiares.
Los cuatro amigos, todos veinteañeros, habían salido de su hogar para dirigirse a una discoteca del norte de la ciudad. Ya en la madrugada el conductor, bastante ebrio, tomó una curva a exceso de velocidad, lo que hizo que perdiera el control del auto, subiéndose al parterre de una amplia avenida, para finalmente estrellarse contra un árbol que literalmente partió el carro en dos.
El impacto fue tan brutal que no solo el pequeño auto color blanco quedó destruido, sino además todos sus ocupantes, cuyos rostros quedaron irreconocibles. Eran masas deformes de sesos, cabellos, huesos, piel y sangre. Recuerdo que las chicas, quienes vestían minifaldas y blusas con brillos y lentejuelas, tenían múltiples fracturas en sus extremidades. Los chicos corrieron la misma suerte.
Cuando los cadáveres llegaron a la morgue de tránsito, ubicada desde hace varias décadas en el cerro del Carmen, uno de los encargados de casos especiales como ese, quien además era el cuidador del anfiteatro, se dedicó a unir pieza por pieza, como si fuese un rompecabezas, los restos de la cara de cada uno de los fallecidos. Con la sutileza y maestría de un cirujano, iba dándole forma a los rostros. “Vas a quedar guapa”, decía el semejante del doctor Víctor Frankenstein mientras pasaba entre las carnes de una de las fallecidas, una enorme agujeta metálica ensartada con hilo negro. Quería que sus padres recordaran, por última vez, la cara de sus hijos tal como salieron de su hogar, aquella fatídica noche que se los llevó para siempre. Desde ese día no he vuelto a ver una tragedia similar, ni tampoco una cirugía facial reconstructiva tan criolla, en manos de un empírico que se había convertido en todo un experto.